Los graves ataques informáticos registrados ayer en decenas de países -muy similares, y probablemente con el mismo origen- recuerdan de nuevo la enorme importancia de dotar de seguridad a las redes telemáticas. Hoy, ni los servicios básicos en la vida cotidiana de las personas ni, por descontado, la actividad económica son concebibles sin la conexión instantánea y a rápida velocidad entre servidores situados en cualquier parte del planeta. La ciberdelincuencia ha adquirido a estas alturas del siglo XXI un peligro acorde con el peso del desarrollo tecnológico en el mundo. La dialéctica entre la virtud (o la ley) y la maldad (o el crimen) es tan antigua como la humanidad, y las redes informáticas no son una excepción. Los tiempos iniciales de internet, a mediados de los años 90, en los que la puesta en circulación de un virus era algo casi anecdótico, han quedado atrás, y hoy las conexiones y los archivos digitales son objetivo directo de bandas organizadas, ya sea por motivos directamente económicos o de otro tipo. Y como no es previsible que este riesgo vaya a disminuir, la prevención es el arma más efectiva ante el ordenador, la tableta o el smartphone. Un antivirus potente, un software actualizado y sentido común al navegar por internet deben ser reglas de oro para los particulares. Y para empresas y corporaciones, proteger debidamente los datos de sus clientes es absolutamente inexcusable.

La justicia española no anda sobrada de prestigio, sobre todo en los niveles y funciones en los que tiene puntos de contacto con el poder ejecutivo. Desde la década de los 90, en que los españoles descubrieron que determinadas actuaciones de ciertos integrantes de la Audiencia Nacional coincidían con la estrategia del PP para alcanzar el Gobierno y afianzarse en él, no pocas decisiones judiciales han permitido tener la tentación de dar por acertado el célebre «Montesquieu ha muerto» que se atribuye a Alfonso Guerra cuando consideró obsoleta la clásica separación de poderes en los estados democráticos. Las últimas actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción no ayudan a disipar esta impresión, precisamente en un organismo que había conseguido respetabilidad por actuar con independencia de criterio: a los titubeos en el caso del luego dimisionario presidente de Murcia y la investigación del 3% hay que sumar el del presunto aviso de Interior a Ignacio González de que estaba siendo investigado. Es deplorable que haya sombras de duda sobre una instancia judicial a la que le corresponde un papel angular en la recuperación de la confianza de los españoles en las instituciones. Al fiscal general del Estado, José Manuel Maza, y al fiscal Anticorrupción, Manuel Moix, les incumbe la gran responsabilidad de que los ciudadanos no sean todavía más descreídos.