Supe quién era Joaquín Carbonell en la época en que había dejado de cantar, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Se dedicaba sobre todo al periodismo, como ha contado Juan Carlos Garza en un completo obituario que recorre una carrera variada y fructífera. Lo conocía por las entrevistas y la columna de televisión que publicaba en este medio. Sacó en esa época un libro sobre la tele, Apaga y vámonos , que leí sin entender mucho, y lo entrevistó María Teresa Campos y nos pareció una torpeza que la presentadora sacara poco partido a un invitado ingenioso.

Teníamos cintas suyas en el coche: donde más he escuchado a Carbonell es en las carreteras de Teruel. Me gustaban sobre todo las más humorísticas. Aunque es menos conocida que «Me gustaría darte el mar», de las líricas prefería «Canción para un invierno», con letra de Pilar Navarrete . Sabíamos de memoria muchas de esas canciones. Algunas, nos decían, nos acompañaban desde antes de que naciéramos, en el noviazgo de mis padres. Yo sabía que Carbonell estaba volviendo a la música y eso me producía cierta expectación.

Actuó en Urrea de Gaén, el pueblo donde vivíamos, en el cine/teatro donde se celebraban los festivales de navidad del colegio. Tocó canciones suyas y de Krahe . Recuerdo la presentación y los chistes con que introducía cada tema. Las primeras canciones de Brassens que escuché fue en sus versiones -teníamos la maqueta del disco en el coche-, y eso bastaría para estarle agradecido.

Un día de verano fuimos a verlo a Alloza, su pueblo, cercano al de mis abuelos, y un fin de semana de primavera vino a La Iglesuela del Cid, donde vivían mis padres. Yo estudiaba en Zaragoza entonces e hicimos el viaje juntos, con su mujer, Virginia. Por la noche tocó en el bar el Tropezón con la rondalla del pueblo. No había público, tocó por tocar. Lo vi y escuché muchas más veces y me gustaba su capacidad de trabajo y de reinvención, unida a un espíritu gamberro. Ejemplificaba como pocos el humor somarda y una especie de orgullo selfdeprecating o autodenigración chulesca: parte de la gracia es que siempre pillaba a contrapié al interlocutor. Como en todos los cínicos que valen la pena, esa fachada escéptica y relativista era una forma de protegerse: el humor escondía a duras penas un componente sentimental y a ratos romántico. Me gusta recordarlo en en ese viaje de vuelta, frente al embalse de Santolea, que mostraba la soledad y desolación de las que hablaba en algunas de sus canciones y hacía que uno se preguntara para qué querría Teruel el mar. Creo que le habían quitado el carnet y bromeaba.