Probablemente, lo más memorable de Joker, una película deliberadamente maldita, resulte con el tiempo la intención de construir un personaje original, extremo, al margen de la sociedad, pero capacitado para influir en ella.

Un joven criminal, Arthur Fleck, marginado por sus problemas psiquiátricos, por su origen familiar y social, por una oscura infancia y un igualmente oscuro empleo como payaso callejero empleado en campañas menores y acciones de propaganda, pero sin posibilidad ninguna de llegar a ser un astro de la comedia (que es en lo que él sueña, mezclando sus deseos con la realidad).

Del conjunto de su carencia de empatía, bipolaridad y soledad, de sus represiones y frustraciones y del maltrato sufrido por la gente que se burla de él, de su nariz roja y de sus zapatones, y que, incluso, le agrede, Arthur, el Joker, en parte para defenderse, en parte para vengarse, dará el salto a la violencia.

Las escenas en las que la pondrá en práctica repugnarán al espectador por su extremo realismo, pero, sobre todo, por su ligereza y capricho, por ese aire chistoso, cómico, ligero y burlón con que el payaso asesino va despachando a sus víctimas en una orgía de sesos y sangre que le hace reír locamente mientras el espectador, paralizado por el impacto de su locura homicida pero alerta por una indefinible alarma, se pega rígido a la butaca. Esa advertencia es la misma que nos prevenía contra los nazis, contra todo torturador y verdugo, advirtiéndonos de que el triunfo del mal puede volver a ocurrir, acaso esté urdiéndose ahora.

Una película demente y una demencialmente buena actuación de Joaquin Phoenix para cuestionar muy en serio los trasfondos de nuestra moral y la clase de sociedad que están generando sus enormes desigualdades. En Estados Unidos, sobre todo, donde la deshumanización avanza con mayor rapidez, pero asimismo aplicable en conjunto a lo que llamamos Occidente.

Una reflexión inquietante y tal vez necesaria sobre el triunfo del mal convertido en espectáculo y sobre la ascensión a liderazgos con aire mesiánico de unos cuantos payasos y de uno que otro clown asesino. La polémica está servida.