Nos ha dejado quien ocupara durante unas semanas la presidencia del Gobierno de Aragón, un paso tan breve como digno en la alta política por parte de una personalidad tan alejada de grandilocuencia, pompas y vanidades como próxima a quienes lo rodearon en cualquier circunstancia. De extensísima cultura y formación exhaustiva, José María se distinguió, precisamente, por su amor a la palabra; no por las grandes palabras y el verbo altisonante, sino por el sencillo verso armado de poesía; por la palabra diáfana y la transparencia de una existencia en la que la bondad fue la nota omnipresente. Porque esta enciclopedia viva, este trovador instruido en todas las disciplinas, fue singularmente reconocido por su grandeza humana; por su sencillez extrema y su mano siempre abierta para acoger las demandas de quienes solicitaban su docta orientación. Como promotor y figura fundamental del grupo Juglarías, nos brindó horas maravillosas e inspiración para relacionarnos con un entorno ferozmente dominado por el oropel y los pequeños contratiempos materiales; como hombre, fue un modelo para enfrentar los mas graves y trascendentales desafíos de la vida. Por ello, en su adiós encontró el espacio más entrañable entre los muros de una capilla que rezumaba el dolor emocionado de sus amigos, de sus compañeros, de quienes tuvimos la suerte de compartir algún instante de su existencia. Y el dolor que toda su familia expandía por doquier, al tiempo que Ana, su mujer, reconocía afligida la suerte de haberlo tenido por esposo y compañero de viaje.

En este mundo de zancadillas y perpetua egolatría; de fuegos fatuos y falsos brillos, José María Hernández de la Torre nos ha dejado su mejor legado: un poco de aire puro para respirar el ejemplo de un hombre bueno. H *Escritora