Comencé la semana con una terrible noticia: Josemari, el mejor camarero del mundo, nos había dejado. Compruebo en charlas y redes que no soy el único en resistirse a aceptar que José María Tomás de Casa Emilio, nuestro camarero predilecto no vaya a atendernos más.

Mil veces nos habremos atrevido a pensar qué sería de este mítico restaurante el día en que Emilio Lacarra decidiera pasar a mejor vida, a la jubilación, digo. Con lo que no contábamos era con que Chemari, con esa cara de crío, se fuera sin avisar. Porque es cierto que los genios son, tanto en apariencia física, como en sus acciones, unos críos. Y parecerá extremo calificar de genio a un camarero, pero solo a los pocos que no lo conocieran.

Porque en esta tierra nuestra habrá el mismo porcentaje de poetas y de arquitectos que en otras. Los artistas crecen en cualquier parte, pero genios, lo que se dice genios, no. ¿Pintores en El Prado? De toda procedencia. Pero a ver cómo y dónde clasificas a Goya. ¿Y directores de cine? Cada cinco minutos nace uno, y en Los Ángeles no han conocido a nadie como Buñuel. Son ejemplos al azar. No es casualidad que Josemari naciera en Villafeliche. Y no, no trabajaba en un local con estrellas Michelín. Ya se habría encargado él de eliminarla semejante tontada.

A nadie le hubiera yo consentido que me echara la bronca por llegar tarde, o que me diera un beso en la frente por terminar el plato, o soportarle una colleja por dejarme un pimiento relleno… pero cuando nos decía aquello de «si te quedas con hambre, te bato un par de huevos», volvías a casa de tu abuela, a tu hogar, a tu matria, que decimos ahora.

Imposible de clasificar, que como afirmaba aquel, los aragoneses no valemos para servir, y por eso él hizo de ello un arte. Sabía tratar, como si no se diera cuenta, a quien lleva un oscar en el bolsillo, a un premio nacional, y conseguía que los anónimos nos sintiéramos especiales y tan queridos.

Lo mejor, al final de la cena, como un pastor protestante, despedía a pie de escalera a cada comensal, y te hacía decir sin sugerirlo, que ibas a volver pronto. Bien que se esforzaba en disimular lo mucho que nos quería, que para él no éramos clientes, sino... qué se yo... y ahora quisiera creer que llegó a percibir cuánto lo hemos amado sin darnos cuenta.

*Escritor y profesor de la Universidad de Zaragoza