Nos ha dejado una personalidad de gran altura intelectual y entregada a nuestra tierra, por la cual entabló un batalla tan generosa como infatigable. Se distinguió Bolea por su talante noble, muy accesible y devoto del diálogo, con el oído atento incluso hacia quienes no comulgaban con su credo, lo que hizo posible ese entendimiento tan necesario en la Transición y en los primeros pasos del autogobierno aragonés, en especial frente a unos vecinos tan aguerridos en la defensa de sus propios intereses. Con toda bravura y coraje, estimuló y lideró asuntos clave de las seculares reivindicaciones de nuestra comunidad, como el retorno del arte sacro de la Franja, el Canfranc, los riegos y, en especial, el acceso a una autonomía de primera línea por derecho histórico, controvertida cuestión en la que se sintió incomprendido y que más tarde le llevaría a su renuncia como primer presidente de Aragón e, incluso, al abandono del partido de su primigenia militancia política.

Eminente jurista, especializado en temas hídricos, de los cuales era perfecto conocedor y consciente de la sempiterna sed del campo, luchó con denuedo para evitar el descalabro que el trasvase del Ebro supondría, lo que le llevó a enfrentamientos que siempre resolvía con tanta firmeza como anuencia, merced a una capacidad para la negociación, sin laureles ni rencores, que siempre le distinguió como hombre de estado y que tanto echamos de menos hoy.

Juan Antonio Bolea Foradada, tras una vida jalonada por merecidos éxitos, es hoy un símbolo de Aragón. Un símbolo de las aspiraciones de nuestra tierra eternamente pendientes, siempre por conseguir.

Un símbolo que ondea en el cielo, unido para siempre con aquella bandera que se izó por primera vez un 23 de abril de 1978, signo de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que queremos ser.