El rey Juan Carlos I activó ayer, con el anuncio de su abdicación, el proceso institucional y legislativo preceptivo para la entronización del heredero de la Corona, el príncipe Felipe, como nuevo jefe del Estado. Cumplidos los 76 años con una salud delicada, y después de alcanzar casi 39 de reinado, Juan Carlos sigue así la estela de otros monarcas europeos que han abdicado para garantizar la estabilidad institucional y propiciar la modernización de la Corona. Para los libros de historia quedará la incontestable contribución del Rey al éxito de la transición española de la dictadura a la democracia. La legitimidad que heredó, refrendada después por la Carta Magna de 1978, facilitó el arduo desmontaje de las viejas estructuras del franquismo y la instauración de una Monarquía parlamentaria que ha brindado a España la más larga etapa de democracia, concordia, estabilidad y progreso de su atormentada historia. Como imagen icónica quedará su papel en la madrugada del 23-F, cuando desautorizó a los golpistas y ratificó su compromiso con la democracia constitucional. Ese fue el hito sobre el que el jefe del Estado forjó una popularidad que le ha acompañado hasta el final de su reinado.

La abdicación de Juan Carlos se produce, es preciso consignarlo, en un momento de debilitamiento de su popularidad y de desgaste de la imagen pública de la Corona. Diversos son los factores que explican este declive: por supuesto, la crisis económica, que ha agudizado la desconfianza ciudadana respecto del conjunto de las instituciones; pero también han tenido su peso episodios como el caso Nóos o el accidentado viaje del Rey a Botsuana, que sumados a sus problemas de salud habían sembrado dudas sobre su capacidad y fuerza para recuperar el prestigio social de la institución monárquica. Este es el fenomenal desafío que afronta ahora el Príncipe de Asturias una vez sea coronado como Felipe VI de España. Pero no es solo la Corona la que está en entredicho. La crisis institucional afecta a las principales magistraturas del Estado, a los grandes partidos y a la propia arquitectura territorial de España, con la eclosión del soberanismo catalán en primer plano. El nuevo Rey encara un desafío parangonable al que afrontó su padre. Los dos grandes partidos, que conservan una cualificada mayoría en las Cortes, harían bien en ampliar los consensos para que la decisión de Juan Carlos alumbre una nueva etapa de concordia. Es decir una segunda transición.