Es comprensible, como repitió ayer en varias ocasiones Pedro Sánchez , que las relaciones entre la jefatura del Estado y la presidencia del Gobierno estén sujetas a la confidencialidad. También lo es que la división de papeles obliga a que cada institución ejerza de forma exclusiva las funciones que le corresponden. Pero, siendo como decimos comprensible todo ello, la opacidad que ha rodeado la decisión del Rey emérito, Juan Carlos I , de abandonar España ante las sospechas de corrupción le prestan un mal servicio a la imagen de la institución monárquica ante la opinión pública.

La opacidad respecto a dónde se ha instalado Juan Carlos I, el papel que ha tenido el Gobierno en la operación y si para ello se han usado fondos públicos en asuntos como el de la seguridad no solo no casa con la voluntad de encabezar una institución transparente que en numerosas ocasiones ha expresado el Rey, Felipe VI , sino que perjudica el objetivo del exilio de Juan Carlos I, que no es otro que levantar un cortafuegos entre por un lado un Rey emérito cercado por las sospechas y por el otro, su hijo y la propia Corona.

Fiscalizar a un exjefe del Estado es una prueba inédita para la democracia española, para la cual no hay hoja de ruta ni precedentes. El Parlamento, por ejemplo, tiene entre sus funciones ejercer el control del Gobierno, pero no del Monarca. La figura del Rey emérito fue una hábil forma de sacar adelante la operación de la abdicación de Juan Carlos I, pero ahora que las revelaciones de presuntos casos de corrupción han hecho necesario que la Zarzuela dé un paso más se hace más evidente que el Estado navega aguas ignotas. En este sentido puede comprenderse la opacidad entendida como prudencia, pero mal manejada puede tener efectos contraproducentes.

La falta de transparencia afecta de pleno al Gobierno, que está obligado a rendir cuentas. Sánchez esquivó dar cualquier tipo de explicación sobre la implicación del Ejecutivo en la salida del país de Juan Carlos_I, pero este silencio es difícilmente justificable y sostenible en el tiempo. No se trata tan solo de una cuestión de transparencia, sino del hecho de que la marcha del rey emérito puede tener consecuencias legales en un proceso que está encima de la mesa de la Fiscalía del Tribunal Supremo.

Hoy, Juan Carlos I no está formalmente investigado, mucho menos imputado, y por tanto goza de plena libertad de movimientos. Pero si esta situación legal cambia, el hecho de que resida fuera de España abre escenarios diferentes a los que habría si se encontrara en el país.

El secretismo da pábulo también a quienes, de forma interesada, buscan atacar la institución de la monarquía a través de la figura del Rey emérito. Es a Juan Carlos I a quien hay que fiscalizar. Las sospechas que se ciernen sobre él deben ser investigadas por la Justicia, y si es necesario debe estudiarse su estatus legal. Pero en estos momentos, en plena emergencia sanitaria y económica, los representantes públicos deben promover la calma y la estabilidad, no impulsar sus agendas (por legítimas que sean) en pro de un supuesto momentum rupturista.