Son muchos los que hoy o parecen empeñados en destruir el legado de la Transición que es de las cosas más importantes que los españoles hemos hecho en mucho tiempo. Cuando Franco murió podía haberse armado una muy gorda porque el recuerdo de la guerra civil y la posterior represión habían dejado desgarros terribles en una sociedad dividida en dos mitades. Y fue entonces cuando un grupo de políticos con sentido de estado y altura de miras decidieron dejar de lado lo mucho que les separaba para construir el futuro sobre lo que les unía. Hubo generosidad por parte de las Cortes franquistas que aceptaron hacerse el hara-kiri sin rechistar; por parte del Partido Comunista que renunció a la revolución y tomó la vía democrática; y también por parte del Partido Socialista que abandonó la retórica marxista y aceptó la monarquía no como herencia del franquismo sino como instrumento útil para la deseada concordia. Se cerraron así viejas heridas gracias a la colaboración entre personajes tan dispares como Suárez, que procedía del Movimiento Nacional, la derecha conservadora de Fraga, el socialismo de González y el comunismo de Carrillo, que juntaron esfuerzos bajo la batuta del rey Juan Carlos I, que optó con rotundidad por la senda democrática con una monarquía votada en las Cortes y reforzada con el referéndum constitucional. Juntos vencieron la intentona de aquel payaso que asaltó el Congreso para secuestrar la voluntad popular, en uno de los momentos en los que mayor vergüenza e indignación he sentido, hasta que chocó con un monarca que hizo volver los tanques a los cuarteles en uno de esos instantes cruciales que cambian la historia de los países. Así, con mucha generosidad y algunos sobresaltos se iniciaron los años más fructíferos de nuestra historia en tres siglos.

Cuarenta años durante los cuales España pasó de ser una dictadura a una de las pocas democracias plenas que hay en el mundo. Solo veinte entre doscientos países. De ser un país en el que todas las decisiones se tomaban en El Pardo, a uno de los países más descentralizados del mundo, donde el Gobierno central controla menos de la mitad del gasto total. De ser un país ñoño y clerical, al que no llegaban sin previa censura películas o libros de éxito en nuestro entorno, a ser uno de los países más avanzados en costumbres y libertades, por ejemplo el segundo en reconocer el matrimonio homosexual. De estar aislado en el contexto internacional a integrarse en la Unión Europea y en la OTAN. De ser un país pobre que enviaba emigrantes a Europa a recibir cientos de miles de inmigrantes de Latinoamérica y África del Norte, que con su trabajo contribuyen a nuestro bienestar colectivo. De ser un país que recibía ayuda internacional a darla con largueza... Son cuarenta años de fructífera convivencia que, como diría un castizo, han dejado una España que no reconocería ni la madre que la parió e infinitamente mejor que nunca en sus 500 años de Historia.

Por supuesto que seguimos teniendo problemas y que hay mucho que mejorar en corrupción, Educación (¡siete leyes!), funcionamiento de la Justicia, estructura territorial sin clara delimitación de competencias entre gobierno central y comunidades autónomas, partidos políticos clientelistas con listas cerradas y alejados del sentir y preocupaciones de los ciudadanos, una clase política que no logra cooptar a los mejores, una polarización y crispación crecientes, un problema en buena medida -pero no solo- catalano-catalán por resolver, una pandemia que ha causado cifras obscenas de muertos y una recesión brutal. Y sabemos, porque ya lo hemos hecho, que los problemas se vencen con unión, generosidad y negociación y no tratando de imponer a los demás las propias convicciones.

Ahora el país está sometido al choque de inquietantes revelaciones de un policía corrupto y de una pseudo-princesa contra el rey que presidió esos cuarenta años de transformación sin precedentes, revelaciones que han motivado su extrañamiento por la puerta de atrás y que plantean cuestiones de tipo ético, jurídico y político. Un final muy triste para quien tanto hizo por España. Nada se puede objetar al repudio social desde un punto de vista ético, pues un monarca ha de ser ejemplar y no se deben exculpar conductas reprochables si las hubiera. Desde un punto de vista jurídico conviene recordar que - al menos por ahora- no hay imputación ni en Suiza ni en España, la presunción de inocencia le corresponde igual que a los demás, y don Juan Carlos ha dejado clara a través de sus abogados su voluntad de seguir «a disposición del Ministerio Fiscal».

Lo que no es de recibo es el linchamiento político del Monarca emérito y que algunos personajes con importantes responsabilidades de gobierno que a mi juicio les vienen muy grandes, o de la constelación nacionalista-populista, quieran aprovechar las sospechas existentes para acabar con la Monarquía Constitucional, abriendo un melón de incertidumbre en mitad de una crisis sin los votos necesarios para cambiar nada. Ni en Francia se exige el fin de la República por conductas delictivas de sus presidentes, ni en Cataluña se pide un referéndum sobre la continuidad de la Generalitat tras los desmanes del clan Pujol. Y aquí no hablamos únicamente de sospechas. Las instituciones están por encima de las personas que las desempeñan, como ha recordado el presidente Sánchez, y lo que ahora necesitamos es transparencia y unión en torno a Felipe VI y la Constitución de todos para hacer frente a la dura crisis social y económica que se nos viene encima. Sin distracciones tan interesadas como artificiales, inútiles y debilitantes. Porque la disyuntiva Monarquía-República es falsa, lo que importa se llama Democracia y esa la está defendiendo la Corona con mucho éxito.