Pocas historias sobre las que pensar son tan estremecedoras e inquietantes como la suya. Sólo con acercarse a ese claro símbolo del pecado oscuro y complicado que es la traición habría suficiente. ¿Qué profunda decepción puede hacer que entregues a quien amas y conoces, a quien te ha elegido y a quien has decidido seguir, a manos de la crueldad, la incomprensión y la multitud, ese ente que deja de ser humano en cuanto es lo suficientemente grande para gritar con impunidad? Me producen una tristeza inmensa las treinta monedas de plata, el prendimiento, el odio incomprensible y brutal de la gente cayendo sobre el preso, el árbol del ahorcado, el dolor de quien ha perdido la fe en lo que una vez ayudó a comenzar y le ha puesto un precio ridículo a la traición. Es siempre un asunto asqueroso, cada vez que ocurre, cada vez que alguien cae del lado de la oscuridad a cambio de algo que es siempre nada, se repite la misma venta indigna que niega todo lo anterior, todo lo bueno, convierte todo en el mismo barro, incluso aquello que fue verdad y fue luz. Y, sin embargo, a mí me gusta pensar que hasta Judas podría ser entendido. Siempre he intentado entenderlo, es uno de los fantasmas de mi capacidad de comprensión. Quizá es tan sencillo como que alguien tenía que hacerlo y, a la vez, no servía cualquiera. El contrapunto pequeño de lo grande, esa ingrata responsabilidad. Pobre Judas. La muerte sí pudo con él. Todos tendremos nuestro Judas, el problema es: ¿hemos sido el Judas de alguien o de algo? Comprender quizá sea soportar, pero pocas infamias son más oscuras y recurrentes como ejercer la deslealtad. Me conmueve la parte puramente humana de la traición porque los protagonistas fueron hombres. Ser hombre es un asunto peligroso y, a veces, descorazonador. De los planes divinos todo el mundo habla de oídas.