Entre unos que se expresan mal y otros que entienden peor, la democracia española transita en ocasiones por vericuetos innecesarios. Políticos, periodistas y ciudadanos estamos unidos a veces por el juego del teléfono roto, esa cadena de transmisión oral entre muchas personas, en voz baja y al oído, que se convierte en un absurdo despropósito. De la frase «Hay que naturalizar en una democracia avanzada que cualquiera que tenga una presencia pública, cualquiera que tenga responsabilidades en una empresa de comunicación o en la política, pues lógicamente está sometido tanto a la crítica como al insulto» se pasa a titulares como «Pablo Iglesias defiende los insultos a los periodistas». Es como si Víctor Fernández declara en rueda de prensa que el Real Zaragoza debe asumir que el ascenso está caro y la prensa interpreta que el técnico no desea subir a Primera. Pues no es lo mismo. Por suerte, el mundo digital nos permite comprobar personalmente cuál ha sido el mensaje original de ese teléfono roto.

Una parte de la izquierda tiene un serio problema con la comunicación. El problema consiste en caerse todas las semanas de un guindo con esos medios que tienen montado un gran negocio en la mentira y la manipulación. Eso les lleva a ver también fantasmas en otros medios con mayor prestigio y profesionalidad. Y al final, esa izquierda concluye que cualquier crítica es una burda manipulación. Sin embargo, Iglesias sí tiene razón en una cuestión preocupante: mezclar información con opinión resulta aberrante. Es una lección de primer curso de Periodismo que algunos se están saltando con demasiada alegría y que está minando la credibilidad de una profesión tan imperfecta como imprescindible.