Desde el siglo XIX España se mueve por la Historia de Europa a su aire, desacompasada de nuestros vecinos de allende los Pirineos en paces y guerras, llegando a los sitios cuando los otros están a punto de irse. Por eso se ha dicho que somos diferentes. No lo somos, aunque sí vamos a otra velocidad. Y no se crean eso de que en los últimos años hemos logrado acompasarnos al ritmo sociopolítico y cultural del Viejo Continente. Nos habremos puesto en línea, pero aún no hemos cogido el paso. Qué va.

El problema es sutil, mas seguro que ustedes lo van a captar enseguida. Tomen por ejemplo el tema de la democracia. Aquí somos demócratas nuevos, muy nuevos. Y justo cuando estábamos tomándole las medidas al sistema, desarrollando sus mecanismos y tal, Occidente se obsesiona por la seguridad en detrimento de las libertades. De esta forma, resulta que nuestros conservadores de toda la vida, los herederos intelectuales y políticos de la negra reacción, apenas han tenido que sufrir dos decenios de despiste: de repente la coyuntura mundial les ha transformado de paleoconservadores en neoconservadores. Un poco de márketing a la americana, unos viajes a Washington, una rápida lectura de los manuales neoliberales y ya tenemos al carca tradicional convertido en un neocon postmoderno.

Hace poco se decía en un editorial de este periódico que Kerry, el futuro adversario demócrata del presidente Bush es un centrista (según los habituales parámetros europeos), un liberal (según el paladar ideológico de los norteamericanos) o un peligroso izquierdista radical (según el criterio de la actual Administración estadounidense). Por la misma regla de tres, la vieja derecha española ha visto cómo el último giro de la Historia le alegraba la vida. Se ha puesto de moda defender la civilización occidental contra el nihilismo (y mantener indefinidamente a los malos en centros de reclusión extremos ) cuando en nuestros pueblos todavía hay calles dedicadas a Franco, Yagüe o cualquiera de aquellos generales que destruyeron la República e instauraron un régimen dictatorial durante cuarenta años. Ello permite llamar bolchevique a cualquier progresista moderado, hacer virguerías con los Servicios de Inteligencia, participar en una guerra sin previa votación en el Parlamento y romper todas las líneas de diálogo político y social en cuanto se ve que la otra parte no va a decir amén a todo.

Si este rebufo ultra-conservador cae sobre sociedades y estados más curtidos en materia democrática (empezando por los Estados Unidos), tropieza con notorios y notables anticuerpos generados una sólida conciencia civil sedimentada durante muchos decenios. No es nuestro caso. Por eso Bush o Blair deben desdecirse y pagar altos precios (en credibilidad y peso electoral) al comprobarse la inexistencia de las armas de destrucción masiva que provocaron la guerra de Irak. En cambio, Aznar está tan pancho. En Inglaterra, la BBC es un espacio de libertad cuyos directivos dimiten por haber sido desautorizados (injustamente) por un juez; en España, TVE es un medio más oficialista que el oficialismo, en el que los jefes no dimiten ni aun habiendo sido condenados por falsear la información. En Francia no hay calles dedicadas a Petain y los colaboradores , pero sí a los resistentes antifascistas. En la Vieja Europa el antifascismo es doctrina incontestada y a nadie se le ocurre que homenajear institucionalmente a maquis o partisanos sea alentar guerracivilismo alguno. Aquí, sin embargo, mentar estas bichas atrae sospechas, descrédito y el más rotundo desapego por parte del actual Gobierno central y el PP.

Pasa lo mismo con el Estado del Bienestar. Cuando no habíamos acabado de construirlo, llegan las invitaciones a derribarlo. Caramba, que reformen su tupido entramado de servicios públicas y ayudas sociales los alemanes o los holandeses, tal vez no acabará con sus respectivos sistemas; pero en España, díganme si estamos para retrocesos. ¿A dónde podríamos replegarnos si nos movemos aún sobre un palmo de terreno?

Por supuesto que las cosas van muy deprisa en el mundo. Por supuesto que hemos tomado como norma olvidarnos del pasado inmediato. Hoy, muchos españoles (jóvenes y no tan jóvenes) no saben lo que costó ganar la libertad y creen que la enseñanza y la sanidad públicas son servicios de los que cabría prescindir a cambio de pagar menos impuestos. No tienen ni idea de lo duro que sería para ellos si la democracia no avanza y si continúa la erosión del Estado. Alguien debería advertirles que la Historia puede hacerles víctimas de una jugarreta cruel.