Manuela Carmena afirmaba este fin de semana: «Los discursos de los políticos son infantiles, son simples, son teatrales y la gente de esta sociedad es madura. Yo estoy orgullosa de la sociedad española, que no puede hacer más que mirar con una cierta sonrisa a la clase política diciendo, chicos, qué hacéis». La alcaldesa de Madrid es una mujer amable y su juicio sobre el discurso político no deja de tener un aire de cariñoso reproche. La sociedad española sí que parece estar bastante más harta. Para el 27,8% de los españoles «los políticos, los partidos y la política» son el primero, segundo o tercer problema que más les preocupa, preocupación sólo superada por el paro (59,8%) y la corrupción y el fraude (30,5%). Estos datos recientes (CIS. Octubre, 2018) no son novedosos, constituyen una tendencia consolidada sobre la que al menos los dirigentes políticos habrían de reflexionar si no quieren que aumente la desafección y el desprestigio sobre su labor. Una labor, la del servicio público, fundamental en una democracia. Pero no parece que vayan por ahí los tiros. Las últimas semanas de vida parlamentaria abundan en la dirección contraria. En Madrid, con Rufián y Rafael Hernando, muy bien dotados para la discusión de taberna. Y aquí, sin llegar a esos extremos, aunque no falte materia prima, lo que sobresale es el discurso vacuo, sin un ápice de racionalidad, perfectamente previsible. Las últimas apariciones del cuasi licenciado Beamonte son paradigmáticas. De Aznar mejor no hablar. O espabilan o los próximos meses van a ser una tortura. Me temo lo peor. H *Profesor de universidad