Se conoce que los jueces andan preocupados por la respuesta social, sobre todo de las mujeres, a la sentencia excretada por ese tribunal superior (Suerte que no lo hay inferior ¿ O sí?) sobre La manada, esa repugnancia. Con que los magistrados y las magistradas están preocupados. Sus agrupaciones profesionales no paran de avisarnos, escandalizados de nuestro escándalo, (pero el nuestro fue primero) de la catástrofe que nos amenaza si no respetamos sus dictámenes infalibles; porque, es que fíjese, no acatamos con la debida reverencia la conclusión de sus altísimos saberes y protestamos en la calle por lo que nos parece un desafuero. Se sienten dolidos. Quien sabe si amenazados. Guardan la esencia de algo tan sagrado como es la justicia, a cuyos arcanos solo ellos pueden acceder, como arcángeles capaces de desentrañar los verdaderos significados del oráculo. Nosotros no. Nosotros solo sabemos desentrañar, a lo más, el campo semántico de cada término, palabra, frase; pero la misma palabra, en ellos, es mucho más, o mucho menos, depende; refleja un sentido casi telúrico, que de ningún modo nos es dado comprender a nosotros.

Ni aunque fuéramos excelsos poetas, doctores en física cuántica, genios de la novela, expertos cirujanos especialistas en James Joyce -que los hay- doctos catedráticos de filosofía, o en fin, lingüistas atentos a cada eco y matiz en el sentido cabal de cada palabra. Nada, nunca, jamás alcanzaríamos el valor real de cada término, el significado verdadero de expresiones como por ejemplo prevalimiento, abuso, estupor, jolgorio, intimidación, miedo, jadeo, agresión, estertor, jadeo, etc, cuando pasan del mundo común, al almacén exclusivo de significados de los paladines de la justicia. Nosotros, en fin, no podemos saber. No podemos juzgar.

No llegamos a entender la profundidad del significado de cada palabra cuando deviene en término jurídico. Cuando una palabra del común pasa a ser utilizada en esa especie de argot de la justicia, de la que sea, civil, penal, administrativa, constitucional, etc; esa palabra se eleva sobre sí misma, asciende, flota, vuela, adquiere un nimbo distinto; rutilante y misterioso a la vez, evanescente, de manera que sólo el saber profundamente esotérico de un jurista es capaz de desentrañarla, desvelarla, revelarla y ponerla en relación con la realidad, que se manifiesta ante nosotros sólo de manera aparente, capaz de confundirnos a todos, pobres legos; pero no a ellos, sacerdotes de una verdad superior, de una realidad misteriosa y oculta, de la verdad jurídica revelada. Por eso, lo que a cientos de miles de personas del común nos parece una violación, a ellos, los videntes de una realidad sólo apta para sacerdotes de la ley, les pareció eso que dicen que sucedió en realidad; y punto. Bueno, punto no, porque los hay entre ellos uno que aún se eleva más sobre sus muchas perfecciones, y alcanza a ver una epifanía de gozo, sexo feliz y disfrute voluntario en lo que cientos de miles de tontos sin remedio vimos una violación; y para que nos enteremos bien, se pone coloquial y dice que lo que allí hubo fue «jolgorio»; y está tan seguro, pero tanto, que lo explica en mas de doscientos y pico folios, y a sus colegas del alto tribunal, de paso, casi les acusa de torpes, por no ver el jolgorio que él vio enseguida, tras mirar una y otra vez las escenas grabadas y seleccionadas al parecer -fíjate qué afán de colaborar- por uno de los acusados.

Hay que verlos, a los sacerdotes y las sacerdotisas de la toga y la puñeta, en los escasos minutos que salen en la tele en algún juicio. Hay que verlos y escucharlos cuando hablan y preguntan y aclaran conceptos. Ese modo, frecuente en tantos de ellos, de atropellar el lenguaje hablado. Esa prosodia tantísimas veces ininteligible y torpe, esa furrufalla oral. Esa prosa a menudo lamentable, trufada de abundantes reiteraciones, cuando no de estridentes y sonoros anacolutos y faltas de concordancia. Toda esa pedrea verbal, en suma, nos hace sospechar que, sin duda ninguna, la finalidad de ese sub-lenguaje, esa calamidad de lenguaje, ese profuso y abundante insulto a la sintaxis, tal vez no trate de aclarar el sentido más preciso y comprensible de la cosa, sino que parece pensada sobre todo para excluir de la recta y clara comprensión a los que se ven obligados a asistir a alguna sesión de cualquier tribunal, para que ningún ser del común se entere de lo que le dicen; pensada para anular, para aplastar, para avasallar al «actor» a la «parte actora» en cada juicio, para que sea bien consciente de que allí, tras esas batas negras y esas puñetas de puntillas desganadas, hay un mundo exclusivo y excluyente, del que sólo cabe escuchar sentencias apenas apelables, que no han de ser en modo alguno cuestionadas, a no ser por otras batas negra y otras puñetas de mejor tejido y más alta calidad.

Así que a ver si nos enteramos; nosotros, en el caso de la mujer asaltada en esa mierda de cuartucho, no podemos desentrañar el papelito final, la sentencia; no está a nuestro alcance, no conocemos los términos técnico jurídicos de ellos, y por tanto no nos es dado alcanzar la luz y el excelso y beatífico afán con que los jueces de esa trinidad inmaculada y suprema de Navarra imparten justicia para nuestro bien. Porque de todos es sabido que a la justicia, sobre todo a la justicia española, no le mueve otro fin que hacernos felices y procurarnos solución para nuestras aflicciones, defendernos del delito, mirar por nuestra integridad, perseguir el abuso de los poderosos y atender a los más altos intereses de la razón y la bondad humana, sin dejarse corromper ni influir por nadie, ni obedecer a otro fin que no sea la búsqueda del más noble ideal. Seguramente por tan altísimos fines y nobilísimos atributos, no deja de comentarse por tierra mar y aire su acrisolada independencia. ¡Aleluyah! Si es que nos quejamos de vicio. No sabemos la suerte que tenemos. Imposible no acordarse de Juana Inés de la Cruz. Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois ocasión/ de lo mismo que culpáis.

*Director teatral