Desde el año 2012 en España se ha vuelto a implantar la necesidad de pagar tasas judiciales para acceder a la administración de justicia, como ocurría en los años 80 del siglo pasado. Cantidades que van de los 200 a los 1.200 euros como mínimo, según el tipo de juicio de que se trate. Esto ha supuesto en la práctica una reducción importante de la litigiosidad en todos los órdenes jurisdiccionales, salvo en el social, en el que por razones obvias procedentes de la grave crisis de empleo y por la inaplicación de las tasas, ha llevado a un ligero aumento de los asuntos en tramitación, aunque con retrasos de más de un año para su resolución.

Ya sabemos que las estadísticas son un fiel reflejo de la verdad material de las cosas, pero detrás de sus fríos números se encuentran realidades sociológicas que explican los efectos que determinadas decisiones políticas producen en la vida de las personas en función de su situación económica. Una persona se come un pollo y otra ninguno, pero estadísticamente esas dos personas se han comido medio pollo cada una. Pues aquí pasa lo mismo ya que la reducción en la litigiosidad no afecta igual a los bancos y aseguradoras que a los trabajadores y ciudadanos de clase media como consecuencia del encarecimiento que las tasas judiciales han provocado en el coste de los procedimientos judiciales.

En lugar de aumentar los recursos destinados a la administración de justicia con más jueces y juzgados para dar respuesta de manera ágil y rápida a la demanda de justicia, lo que se ha hecho es poner mayores obstáculos económicos al acceso a la justicia, lo que inevitablemente produce que en España tengamos en estos momentos exclusivamente una justicia para ricos.

La última vuelta de tuerca la van a producir las reformas al unísono del Código Penal y de la Ley de Seguridad Ciudadana. De nuevo se pretende reducir la litigiosidad descargando a los juzgados de trabajo para no tener que destinar más recursos a la administración de justicia. Pero lo que en un principio podría resultar deseable, ya que se despenalizan determinadas figuras delictivas leves (hasta ahora calificadas como faltas y sancionadas con penas leves, en su mayoría con multas económicas no superiores a 300 euros y que no dejan antecedentes penales), en la práctica supone un agravamiento de las sanciones de esas conductas, pues pasan a ser calificadas como faltas administrativas con multas de hasta 1.000 euros.

Hablamos de infracciones relacionadas con el orden público que suelen surgir en concentraciones, manifestaciones y protestas en la vía pública y que hasta ahora eran resueltas con todas las garantías jurisdiccionales por un juez. Ahora, con las reformas de ambas normas, pasaran a ser impuestas por la propia administración que gestiona el orden público, es decir por las Delegaciones de Gobierno a las que les falta el carácter de imparcialidad en la evaluación de esas conductas que sí tienen los jueces. Y lo que es más grave: si hasta ahora el acceso a la justicia para el examen de estos asuntos era gratuito, tras la reforma recurrir una multa administrativa de 300 euros exigirá el pago de una tasa mínima de 200 euros, a lo que habrá que añadir los gastos de defensa jurídica.

En la práctica, por tanto, se está creando una justicia para ricos, una justicia generadora de desigualdad en un ámbito básico de la democracia y una situación material facilitadora de la represión por parte de los poderes del Estado. Todo ello con evidente indefensión para todos los ciudadanos y ciudadanas que no formen parte de las élites políticas, económicas o institucionales. Al final parece que esta democracia solamente nos deja la salida que han encontrado en el barrio de Gamonal de Burgos, lo que realmente supone un fracaso de la democracia y del derecho a la participación ciudadana en la vida pública.

Presidente de la FABZ.