Conocer a Katia Acín fue uno de esos regalos con los que a veces te sorprende la vida. Fue en un programa de televisión sobre su padre, Ramón, el artista liberado de ataduras, el hombre que modeló las pajaritas que identifican a Huesca y que fue fusilado, junto a su mujer, Concha Monrás, en 1936, por haber cometido el "delito" de tener una ideología diferente a los que después ganarían la contienda. Hablaba de su padre con la mirada prendida en los recuerdos de una infancia feliz, junto a su hermana Sol y a su madre, Concha, hermosa, culta y muy divertida. "Nos enseñaban a jugar al tenis, y eso entonces estaba mal visto", me decía mientras intentaba explicarse, cómo se puede dejar huérfanas a unas niñas, por el hecho de que sus padres no creyeran en el sistema. Me contaba Katia que jamás olvidó aquella tragedia y que fue el amor el que la salvo de sus fantasmas. Enseñó Historia hasta los 65 años y fue entonces, ya liberada de responsabilidades, cuando pudo hacer realidad su sueño, estudiar Bellas Artes. ¡Por fin, me dijo, voy a dibujar de verdad! Y lo hizo. Me estremecieron los trazos de su primer grabado, duros como una denuncia, como el lamento de una niña de 13 años que vio cómo se llevaban a sus padres a las tapias del cementerio de Huesca para no volver jamás. Y a pesar de aquella tragedia Katia no conoció el rencor. "No me devolvería a mis padres" solía decir como queriendo justificar su bondad. Aprendí mucho de Katia. Fue un ser especial, una gran mujer y una gran artista de la que Aragón debe sentirse orgulloso.

*Periodista