De Corea del Norte siempre se ha dicho que es el país más hermético y uno de los más crueles con sus habitantes, obligados a vivir encerrados dentro de unas fronteras impermeables y sometidos a la tiranía y a las hambrunas. Las cosas pueden ir a peor. La llegada al poder, hace dos años, del joven Kim Jong-un al suceder a su padre, Kim Jong-il, parecía indicar que se abriría alguna rendija. Justificaba esta ilusión el hecho de que a Kim le acompañase en la llegada a la dirección del país su tío y tutor Jang Song-thaek, partidario de ensayar una evolución económica siguiendo el modelo chino. Pero este número dos del régimen ha sido ejecutado y otros gerifaltes de la nomenclatura han sido purgados. Las amenazas del joven dictador a Occidente se han multiplicado: ha lanzado dos misiles de largo alcance y ha desarrollado una prueba nuclear. Los norcoreólogos apuntan a que en Pionyang está teniendo lugar una lucha por el poder, pero la imprevisibilidad del tirano convierte al país en una seria amenaza. Más cuando Kim Jong-un no muestra señales de querer negociar.