Hubo una época en la que los actores eran más que actores. Kirk Douglas pertenece a ese estirpe que traspasaba la pantalla con los registros que caracterizan al personaje que se funde con la persona frente a una cámara, sin distinguir con certeza quién es quién. Tenía el talento de hacer sentir, de situar al público en el lugar de sus emociones, concediendo a sus películas la virtud de la absoluta complicidad con el espectador. Porque en el interior de su atlética figura coronada por el célebre hoyuelo de su barbilla habitaba un ser humano construido a sí mismo con orgullo y sensibilidad. Comprometido con su trabajo y con la responsabilidad de los mensajes que fluyen de esta profesión sin filtros una vez se apaga la luz de la sala de proyección, en la mayoría de las ocasiones interpretó papeles con un profundo sello progresista, de reivindicación social.

No era sencillo hacerlo en Espartaco, durante más de tres horas de viaje por la república romana, su rigidez imperial y sus ambiguos rincones del alma y del sexo. Dentro de ese gran espectáculo, El hijo del trapero no consigue estar a la altura de Laurence Olivier, Charles Laughton o Peter Ustinov, pero eleva su rudo candor de humilde gladiador por encima del filme con escenas y diálogos que sobrepasan al arte. Su misión por naturaleza se centra en la libertad desde que muerde el tobillo de un soldado romano como un perro rabioso hasta que, crucificado a la espera de la muerte, se siente dichoso viendo cómo su mujer y su hijo se pierden por el horizonte liberados de toda esclavitud. De la esclavitud aún por abolir.

"No soy un animal", grita a Léntulo Batiato, su propietario, cuando le ofrecen el cuerpo de la muy británica Jean Simmons (Varinia). El tracio cubre sus tentaciones y la piel de la mujer con la túnica del respeto. "Hay momentos para pelear y momentos para recitar", le dice a Antoninus (Tony Curtis), un poeta confundido entre los versos y las espadas. Espartaco, cuyo rodaje resultó un calvario por la confluencia de todo tipo de egos, incluido el de Douglas, transporta en el vientre una gran canto a la vida en su exégesis más universal. El del conocimiento ("soy libre y ni siquiera sé leer. Quiero saber todo. Por qué caen las estrellas y las aves no. A dónde va el sol en la noche. Por qué cambia la luna de forma. De dónde viene el viento); el del amor categórico en boca de Jean Simmons ("prohíbeme que te abandone"), y el de la amistad a cualquier precio (todos los esclavos encubren su identidad con el apoteósico "Yo soy Espartaco").

Ha muerto Kirk Douglas con un solo Oscar honorífico muy cerca de la noche de las estatuillas que no le reconocieron por su magisterio en El ídolo de barro, Cautivos del mal y El loco del pelo rojo. Gladiador indomable, nunca nos abandonará esa mirada entre un millón que se pregunta junto a nuestra butaca de cine clásico e imperecedero por el destino del sol en la noche. Posiblemente la honestidad.