Hoy puede sonar estrambótico, como poco prematuro, pero no estaría de más comenzar a tomar la insurrección catalana como una oportunidad sobrevenida, una más, que empuje a España a abordar y completar por fin su segunda transición democrática. Eso sí, el panorama no es prometedor ya que, salvo pocas excepciones, los actuales representantes del pueblo, los supuestos referentes que deben encauzar las pulsiones de la gente, no ofrecen la capacidad ni la grandeza necesarias para superar este punto de inflexión histórico.

No podemos cerrar los ojos ante una concatenación de hechos que ya por sí solos son de enjundia, pero que sumados conforman una etapa en el devenir del país llamada a tener nombre propio en los libros del futuro. El estallido del 15-M, el relevo en la Corona, la fragmentación del Parlamento, la repetición de las elecciones, la supuesta regeneración del PSOE -partido esencial en cualquier ecuación que se plantee- y la revolución desde arriba catalana, todo puesto en perspectiva, dan idea de la etapa que estamos atravesando. Y más, si todo ello lo sazonamos con casi diez años de crisis económica (de la que se supone que hemos salido pero no), incluido el infame retoque del artículo 135, y con el incontestable dato de que todo español menor de 57 años no ha votado esta Constitución. El economista Bruno Estrada, que en lugar de segunda transición habla de «segunda modernización», ha calculado que de los 36 millones de personas que ahora mismo tienen derecho a voto en España, solo algo más de 10 millones participaron en el proceso del 78.

Entonces, hace 40 años, no se dio encaje ni solución a problemas que obviamente no existían o solo se intuían y se consensuó una transición supuestamente idílica que sin embargo ha dejado ver sus vergüenzas con el tiempo. Así lo resume, por ejemplo, el escritor Gregorio Morán: «La crónica de la transición se ha ido tejiendo poco a poco como una superposición de lugares comunes, de tópicos y fábulas que, a fuerza de repetirse, han transformado el relato en una realidad indiscutible. La historia se ha convertido en fantasía».

Es verdad que entonces en España no faltaron figuras de calado, prohombres con visión de futuro, pero a muchos aspectos se les dio excesivos rodeos, descontextualizando y desdibujando términos como nación, que ahora nos vuelven. El café para todos fue un velo para también amortiguar el ruido de sables y en el mundo de la cultura sobraron abrazos (por ejemplo, en la bodeguilla de Felipe González) y faltó confrontación de fuerzas e ideas diversas. «Se resolvió plantar un jardín en el lugar destinado a servir de campo de batalla», resumió con acierto crítico literario Ignacio Echevarría. Aquella extraña alianza entre nueva cultura oficial y poder, que caracterizó el periodista Guillem Martínez en su CT o la Cultura de la Transición, quedó descrita en el memorable artículo del escritor Rafael Sánchez Ferlosio La cultura, ese invento del Gobierno.

Cuatro décadas después, la crisis de Estado que estalló el 6 de septiembre cuando Carles Puigdemont y un grupo de diputados catalanes comenzaron su camino a la secesión ha multiplicado los argumentos que certifican la necesidad de acometer las reformas que requiere España y votar una nueva Carta Magna.

Según datos difundidos por Politibot citando a Global Attitudes Survey, el 74% de los españoles no está satisfecho con la forma en que la democracia funciona en el país. Las mismas fuentes señalan que solo el 17% confía mucho o algo en que el Ejecutivo hará lo mejor para todos nosotros. Mientras, el PP, partido en el Gobierno, dice que está dispuesto a estudiar, analizar, investigar, examinar, meditar, reflexionar... Demasiadas palabras para hablar con la boca pequeña. Los conservadores son alérgicos a las modificaciones y más a facilitar lo que el ensayista Jordi Gracia define como «cambio de ciclo».

Pero además, hay otros detalles a tener en cuenta:

La rebelión ha venido bien a ambos frentes para a) tapar la crisis social, que en gran parte es la culpable, y que se tradujo en recortes en educación, sanidad y derechos sociales; un enorme paro estructural y una precarización del trabajo mayor que en los países del entorno. Lo que a su vez destapó un b) sistema de corrupción generalizada en ambos lados; y una c) ausencia de modelo estatal de futuro, descenso del 46% de las becas, aumento de los costes en educación y poco esfuerzo en inversión en tecnologías sociales. Añadamos a ello un enorme retroceso en política energética sostenible y el aumento de la dependencia y permisividad con las eléctricas (continuas subidas de tarifas de la luz).

Y en clave exterior, tampoco ayuda que precisamente ahora asistamos a la «deriva autoritaria de las sociedades europeas» (como define el profesor Miguel Manzanera, autor de una tesis doctoral sobre el filósofo Manuel Sacristán).

Así, no sorprende que 40 años después, la gran diferencia con aquel primer salto al vacío sea la falta de expectación por un tiempo nuevo, pese a que debería ser el primero de los ingredientes. Lamentablemente, ahora que no es necesario se está plantando un campo de batalla donde debería haber ya no un jardín, pero sí al menos una mesa y unas sillas. H *Periodista