La primera ministra Theresa May, triplemente presionada por la firmeza de la UE en relación con el brexit, por la división con que su desorientado partido lo está manejando y por el deterioro de la economía, intentó este mes dar un golpe de autoridad y definir una hoja de ruta para la fase decisiva de las negociaciones. Convocó a todos los miembros del Gabinete a un retiro en la campiña inglesa y les dijo que de allí no saldrían sin acordar una posición de partida decente que trasladar a Bruselas.

Aparentemente, lo consiguió con una compleja propuesta de divorcio suave que agradó a los moderados y que los radicales aceptaron a regañadientes. No era para echar campanas al vuelo, pues se habían consumido 750 días para llegar a un consenso de mínimos meramente interno y solo quedaban 150 días del estricto calendario de salida para convencer a la Comisión de que lo aceptase. Pero si May tenía la tentación de subir al campanario, se le quitaron las ganas casi inmediatamente, al toparse con la dimisión de los dos ministros más euroescépticos del Gobierno, David Davis y Boris Johnson.

¿En qué situación queda el Ejecutivo británico y cómo afronta el tramo final de este proceso tan decisivo? Ninguna novedad con respecto a lo que se sabía ya desde el funesto referéndum de salida del 2016, aunque ahora haya mucho menos margen y reputación para lograr un acuerdo. El problema de fondo es que Londres aún sigue pretendiendo un imposible: abandonar la UE sin que se resienta su prosperidad.

Lo cierto es que, si de verdad el brexit está guiado por el triple deseo de controlar la llegada de personas, no pagar dinero al presupuesto europeo, y que el Parlamento y tribunales nacionales tengan plena autonomía, entonces solo es honesto aceptar su versión dura: intentar ser soberanos, pero desconectarse del continente, lo que con total seguridad significará un país más pobre y más vulnerable a posibles secesiones en Irlanda del Norte o Escocia.

En cambio, si el cálculo económico y territorial llevase a abrazar un modelo similar al de Noruega, que forma parte del Mercado Interior, pero no es miembro de la UE, estaríamos ante un brexit blando. Eso supondría asumir casi todos los deberes de la pertenencia a cambio del acceso al mercado, pero sin el derecho a voto. Es decir, mantener la actual situación pero con menos poder; lo que parece poco digerible para quienes prometieron «recuperar el control».

El dilema es imposible de resolver sin causar gran frustración en los más nacionalistas, si se opta por la versión blanda, o un fuerte daño al empleo y la inversión, si se opta por la dura. Nunca ha habido, además, coraje suficiente en May y demás líderes para hacer pedagogía ante sus votantes sobre una decisión tan endiablada. A veces parece que llegar a marzo del 2019 sin acuerdo resulta un desastre más fácilmente asumible que reconocer las mentiras y falsas promesas del referéndum.

Como opción alternativa, se ha intentado apelar a la flexibilidad de la UE para que esta le facilite la cuadratura del círculo que permita resolver la difícil papeleta al Gobierno conservador. En esa línea va justo la propuesta que se aprobó el viernes pues se pretende que el Reino Unido forme parte del mercado europeo de mercancías, pero sin obligaciones migratorias, sin sometimiento al derecho europeo, sin formar parte de la unión aduanera (pues se desea tener una agresiva política comercial propia), y sin apenas contribuciones presupuestarias. Es impensable que los Veintisiete se dejen engañar así.

Para colmo, ese acuerdo de mínimos que no entusiasma nada a Europa ni siquiera sirve para los intereses de la City (pues los servicios y capitales quedan fuera) ni, como se ha visto, para evitar que los eurófobos lo rechacen denunciando que el país descenderá al estatus de colonia en la regulación de los bienes, ya que May se compromete a respetar los estándares de las normas aprobadas en Bruselas.

Magro resultado. Desde luego, insuficiente para encontrar una salida al laberinto. Es verdad que la primera ministra ya no amenaza con un no acuerdo y parece ser consciente de que su país solo puede permitirse una ruptura comercial suave con la UE que evite además una frontera en Irlanda. Pero el tiempo consumido, la confusión, la fractura social y las dimisiones han debilitado su autoridad y, con ella, la posición negociadora del país. El país está condenado a capitular pronto ante la realidad.

*Profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid.