Treinta euros por el uso sexual de un menor tutelado, eso es lo que tiene que pagar de media un cliente por servicio. Sería más acertado renombrarlo y dejarnos de eufemismos, treinta euros es el precio que paga un abusador para someter a su víctima. Da igual que sea sobre la supuesta libre elección del menor que con la coacción abierta de una trama. De qué libertad hablamos en niños, en su amplísima mayoría niñas desamparadas de su familia y acogidas por la Administración pública. Una menor víctima de violencia tiene más dificultades para ver las señales de riesgo, que alguien se fije en ti y te haga caso es lo que más debes anhelar. Si esa debilidad la sufrimos los que hemos nacido en el mejor de los mundos posibles, cómo no en alguien privado de todo rastro de afecto. No son las más fortalecidas por la calle sino las más frágiles, y a un nutrido número de hombres no solo no les importa, sino que explotan esa luminosa debilidad para consumar el dominio.

Jugamos a la invisibilidad con unos y otras, apartamos la mirada si por un momento la noticia se cruza en nuestro camino. Es la parte salvaje de una sociedad civilizada, hipócrita y que se considera a salvo de ser víctima o victimario. La misma que a pesar de las documentadas denuncias contra Plácido Domingo le seguía aplaudiendo en los teatros, en las tertulias y en las columnas. Disfrazado en los límites de la caballerosidad y la galantería, el tenor metía la mano bajo la falda a su presa y le pedía que cantara para él en su apartamento. Eso no es poder, eso es pasión por el arte, se exculpaba en sus primeras declaraciones. El lado más bestia de la vida encubierto por la sensibilidad a la cultura, como si eso eximiera de algo. La búsqueda de una víctima propiciatoria que por su escalafón en la organización no tuviera modo de escapar del acoso sin poner en riesgo su propia reputación personal y profesional. Una planificación meditada, no una actuación instintiva, que usaba cualquier medio para imponerse en sus deseos. Y no denunciaron hasta veinte años después, y las más en el anonimato, por miedo, vergüenza y hasta culpabilidad.

Si la respuesta pública no es el rechazo a los depredadores y el acompañamiento a las víctimas en todos los casos, el modelo de impunidad que se transmite hará imparable la cultura del abuso que no tiene nada que ver con la torpeza en las relaciones personales, de la que no estamos exentos nadie. La frivolización y el espectáculo del sometimiento nos acompañan además en la parte oscura de la vida.