Debe ser muy emocionante recibir el Balón de Oro. A tenor de las lágrimas de Cristiano Ronaldo, en la transmisión que ofreció Cuatro, quizás aquello suponga una carga difícil de entender. Si le añadimos que un tipo tan bregado en estas ceremonias, como Pelé, también tuvo que echar mano del pañuelo de tela, es que estamos ante una escala de valores desconocida. Solo Messi, un veterano en recibir trofeos, mantenía esa sonrisa enigmática.

La ceremonia de esta fiesta hay que acortarla. Dos horas viendo a señores patosos, escuchando discursos interminables, es más largo que un partido de fútbol, y eso no puede ser. Pero no se ha inventado nada capaz de disciplinar a gentes que saben controlar un balón, pero poco hábiles para coordinar un programa de televisión. Tan solo el legendario Gullit parecía de otro planeta. Tiene talento como presentador.

Por lo demás, en este universo tan falso, tan limitado para las emociones verdaderas, me admiró el discurso de esa gente de Afganistán, que ganaron el trofeo a los valores deportivos. Se les veía ajenos a ese territorio de farándula, de opereta, de millones. Llegaron los pobres para decirle al mundo que el deporte puede rebajar tensiones entre los pueblos. Justo en ese momento, los graciosos comentaristas de Cuatro se pusieron a charlar de sus tontadas personales. Menos mal que Leo Messi se apuntó a colorear un poco la noche. Su traje fue impactante. El fútbol necesita salirse un poco del aburrido tiesto de la corrección.