No es común ver a un hombre llorar. Bueno, tal vez no es corriente ver llorar a ningún adulto porque en el mundo en que vivimos hay pocos espacios y pocos huecos para ello. Menos común todavía es ver a un hombre con un mono de mecánico llorar entre herramientas y motores. Es lo que viví hace unos días y me siento privilegiada. Fui a recoger mi coche tras la revisión. Nadie en la recepción. ¿¡Hola!? Agucé el oído. Se oían voces. Me asomé al taller. Un individuo abroncaba a un mecánico en un in crescendo tan abusivo que producía bochorno. Su mujer le acompañaba, luciendo una sonrisa, no sé si pacificadora, para amortiguar el efecto de la bronca o indiferente, habituada al tono y dándolo por bueno. Era el típico hombre que lo hace todo y lo sabe todo. Guardé silencio. Fallara lo que fallara en el vehículo de aquel cliente, no cabía duda de quién estaba actuando mal. Si la situación pasaba a mayores, pensé, mi testimonio podía ser útil al mecánico ante la autoridad.

Por fin, tras muchos minutos de bronca, el déspota se marchó. Antes de atenderme, el mecánico se ausentó en la trastienda unos segundos. Reapareció serio, casi robótico, evitando mirarme, silencioso igual que había aguantado la agresividad de aquel sujeto. Tecleaba mi número de matrícula en el ordenador. Sentí el impulso de coger su mano, pero temí invadirle aún más. Se interrumpió, pidió disculpas y volvió a retirarse. Comprendí que iba a secarse las lágrimas porque no dominaba su congoja. Cuando regresó me dije «este hombre no puede irse así a casa, no puede cerrar la jornada pensando que ese tipejo es la norma, que nadie siente su frustración, que somos todos en esta sociedad indiferentes». Le dije que había obrado bien, que había tenido templanza y podía estar orgulloso de su comportamiento. Él contestaba con monosílabos por miedo a que la emoción le desbordara. Durante el breve intercambio pensé «¿qué ha pasado en el mundo para que las personas nos tratemos tan mal las unas a las otras?»

*Cineasta