En los últimos años se han publicado centenares de libros y miles de artículos sobre las escuelas inclusivas. Aunque hay algunas discrepancias entre los expertos en relación al funcionamiento de dichas escuelas, suele haber unanimidad en su concepción social. Una escuela inclusiva es aquella en la que se educan de forma colaborativa todo tipo de alumnos, independientemente de sus capacidades, de su nivel económico, de su procedencia cultural y etnográfica, de su religión, o del sexo.

Una escuela no es inclusiva si solo se limita a admitir en su seno a la heterogeneidad del alumnado mencionada en el párrafo anterior. Además, es necesario que la metodología didáctica y organizativa respete y potencie las distintas capacidades y valores de todos los alumnos para que ninguno pueda sentirse discriminado.

Es bastante obvio que los factores discriminativos para las culturas minoritarias pueden ser infinitos en una escuela no inclusiva, pero hay uno que me parece el más decisivo: la hegemonía o el monopolio de una determinada religión. De ahí que considere que la confesionalidad es la antítesis más clara de la escuela inclusiva y que, por el contrario, el paradigma más inclusivo es el laicismo escolar.

La laicidad no impide que en las escuelas se fomente la religiosidad, que es connatural a todos los seres humanos, ni mucho menos que se ataque a ninguna religión concreta. Lo único que implica es que no se adoctrine a los alumnos para que acepten las creencias, los mitos, los dogmas y los valores de la religión mayoritaria en detrimento de las minoritarias. Hoy en día, en todas las escuelas públicas hay alumnos cuyos padres pertenecen a diferentes religiones. Por ello, si se impone una determinada religión, los alumnos cuyas familias profesan otra se sentirán marginados y discriminados, que es lo opuesto a la escuela inclusiva.

Para evitar esa discriminación cabría la posibilidad teórica de que las escuelas contaran con profesores de cada una de las religiones del alumnado y que en el horario destinado a la asignatura de religión, la clase se dividiera en grupos separados. Sin embargo, en la práctica eso no es posible, ni creo que fuera bueno para los alumnos.

Otra alternativa consistiría en disponer de unos profesores inmaculados y de una inspección que garantizara la no imposición de ninguna creencia religiosa a los alumnos, tal y como recomendaba Jean Jaurès, el padre del socialismo francés, en una intervención parlamentaria titulada En pro del laicismo: "Un profesor socialista jamás debería pronunciar la palabra socialismo delante de sus alumnos, para evitar el adoctrinamiento sectario. Un buen educador tiene la obligación de no transmitir a sus alumnos, y mucho menos imponer, ninguna ideología concreta". Obviamente, esta postura tiene sentido en el contexto de lo que se denominó el socialismo utópico, pero no en la praxis cotidiana.

Desde mi punto de vista, la solución más racional es prohibir la existencia de una materia curricular de religión, tanto en las escuelas públicas como en las privadas. En su lugar, debería existir una asignatura obligatoria cuyo objetivo fuera mostrar a los niños y jóvenes el papel de las religiones en la configuración de la civilización nacional e internacional a lo largo de la historia de la humanidad.

ALGUIEN PUEDE pensar que ese planteamiento margina el derecho de las familias a que sus hijos se eduquen en la religión que profesan, lo cual está bastante lejos de mi pensamiento. Entiendo que un estado democrático tiene la obligación de propiciar que los niños y jóvenes reciban la enseñanza religiosa que demande su familia, pero en los centros de culto de cada religión. Para ello, debe poner los medios necesarios para que reciban tales enseñanzas en dichos espacios, fuera del horario escolar.

Estoy convencido de que la propuesta que acabo de formular puede parecer demasiado light a los partidarios de un laicismo radical, y demasiado peligrosa a los partidarios de la confesionalidad escolar. Sin embargo, considero que es un planteamiento respetuoso con los principios de la escuela inclusiva, propiciada y defendida, entre otras organizaciones internacionales, por la Unesco. A su vez, entiendo que resuelve la contradicción planteada por Habermas acerca del laicismo, consistente en reconocer el derecho de las personas a practicar sus creencias religiosas y al mismo tiempo tratar de que vivan sin ningún tipo de contaminación religiosa.

Catedrático de Pedagogía de la Universidad de Zaragoza, jubilado