El nombre de Lampedusa está sonando mucho en los medios debido al conflicto del Sea Watch 3, el barco de la oenegé alemana detenido en el muelle de la isla de este nombre.

Su capitana, Carole Rackete, fue detenida nada más atracar y protagonizar, según Matteo Salvini, ministro del Interior de Italia y hombre fuerte de la Liga Norte, un acto de guerra. Entre Rackete y Salvini media tanta distancia como entre la civilización y el fascismo, pero la opinión pública italiana se encuentra tan dividida como los propios habitantes de Lampedusa: unos a favor de la integración de emigrantes, otros de su expulsión («¡Esta es nuestra isla y la estáis invadiendo!» exclamaba un diputado de la Liga).

El caso es complejo y podría derivar en una acusación penal contra la capitana Rackete por supuesto tráfico de personas, sin que se descarten penas de prisión, a pesar de que el Sea Watch 3, con 40 refugiados a bordo y en malas condiciones de navegación, no podía seguir resistiendo el embate de las olas y optó en buena lógica por refugiarse en el puerto de Lampedusa, donde se decidirá su destino.

El nombre de Lampedusa está universalmente asociado a Giusseppe Tomasi de Lampedusa, cuya inmortal novela, El Gatopardo, releeo estos días con renovado placer.

Situada en la Sicilia decimonónica, invita a profundizar en la mentalidad de los italianos del sur, en su inmovilismo, en su incapacidad para integrarse en civilización alguna distinta a su tradición o indiferente a su orgullo. El príncipe Salina, protagonista de la novela, aristócrata y terrateniente siciliano, vive muy a su pesar la revolución de los camisas rojas de Garibaldi, que traen nuevos tiempos constitucionales y a políticos como Calogero Sedàra, alcalde democrático de uno de sus burgos. «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie», sentenciará el príncipe sobre aquellos revolucionarios tiempos que amenazaban sus privilegios.

Vivimos hoy una nueva época, con graves problemas como la emigración, pero esa vieja Italia, la vieja Sicilia, la vieja Lampedusa siguen frente al Mediterráneo y la historia, como estatuas de sal, tan sordas como soberbias.