Un joven autor norteamericano de novelas de acción declaraba hace poco que los escritores españoles le parecían «un tanto librescos». Quería seguramente expresar con eso que, al menos los que él había leído, Muñoz Molina o Javier Marías, citaban mucho a otros autores, como si necesitasen apoyarse en libros ajenos para construir los propios.

En este sentido, también el extremeño Luis Landero sería un autor «libresco». Su último título, El huerto de Emerson, no es una novela, aunque contenga fragmentos narrativos, ni un libro de relatos, aunque incluya algunos cuentos, sino un «libresco» compendio de conocimientos y recuerdos, saberes y sueños, un artefacto docente, crítico y sentimental, sin lindes, idealizado por la memoria poética y por aquel ya superado pero siempre estimulante individualismo romántico preconizado por Ralph Waldo Emerson, el filósofo norteamericano a quien se alude en el título.

Entre sus referencias literarias o «librescas» como profesor de literatura creativa, en cuyo método no cree, como tampoco en el oficio de escritor, Landero hace gala de un amplio abanico de lecturas, con predilección hacia los clásicos, de Stendhal a Faulkner, a los que cita con fruición, extrayendo coincidencias, conclusiones, referencias, deducciones de un lector avezado y capaz de renovar su asombro ante los mismos textos ya visitados. Cita Landero a numerosos autores de diferentes lenguas, pero a pocos españoles, o que escriban en castellano. A Cervantes y a Borges, muy elogiosamente pero, también, ¿por qué?, a Ferlosio, de quien absurdamente sostiene ha escrito las mejores frases en español.

Es en sus fragmentos narrativos donde Landero justifica su talento. La recreación de episodios o, más exactamente, de escenas de su infancia protagonizadas por campesinos de Extremadura, guardias civiles o vecinos de las barriadas de Madrid inspira párrafos bellamente escritos, en los que al arte consigue endulzar, incluso mitificar una realidad meramente costumbrista.

Un libro inclasificable, deslindado, en parte vivido, en parte soñado y en parte aprendido, que se lee con calidez por el estilo e ingenuidad del autor y por su fe en la literatura como única manera de entender y contar la vida.