Un futbolista con ese talento y semejante toque de ingenio en los pies no llega a los 33 años habiendo jugado solo 17 partidos en Primera por las desventuras del destino. Algo más ha habido. En el año que Lanzarote lleva en la ciudad, el Real Zaragoza ha comprobado perfectamente cuáles son las sombras que han oscurecido una carrera que, por capacidad innata, daba para sacarle mucho más brillo. Por una cosa o por la otra, o por la suma de todas, el fútbol ha hecho de la Segunda el hábitat más corriente del jugador catalán. Y en esta categoría mate y apagada, el día que Lanza brilla, brilla el sol.

En las últimas jornadas, el Real Zaragoza ha sufrido en carne propia cuánto de delgada es la línea que separa la victoria de la derrota en esta competición, decantada normalmente por detalles chicos, mínimos, a veces rozando lo insignificante. Lo vivió contra el Nástic, que aquel 1-2 bien pudo haber sido un 3-2. Y lo volvió a vivir ayer frente al Numancia, cuando un balón peleado por Ángel que salió rebotado en una dirección indeterminada, acabó en las botas de Lanzarote, que con un taconazo espléndido, le dejó un regalo empaquetado a Ros para el 1-0. Esta vez fue un detalle de calidad, como otras veces es el simple azar, el que empezó a resolver un partido que se terminó con el generoso penalti transformado por el canario, gestado en otro pase de Lanza, y que tuvo su guinda en el 3-0, obra de Silva tras un saque de córner botado por el protagonista del taconazo.

Lanzarote es capaz de ausentarse durante periodos largos, de refunfuñar y de gruñir para adentro como ninguno. Hasta de sentirse incomprendido. Lanzarote es capaz de grandes Lanzarotadas. Pero también, y este es el jugo que el Real Zaragoza debe exprimir hasta que no quede gota, de poner su extraordinario talento al servicio de la causa. De auténticas y geniales Lanzarotessen.