En las dictaduras, papá-Estado trata a todos los ciudadanos como si fueran menores de edad: les prohíbe los libros, las películas, los programas de televisión o incluso los juegos que le parecen inconvenientes, teóricamente por su bien, para protegerlos. En las democracias, el Estado considera que los ciudadanos son adultos capaces de decidir por ellos mismos lo que les conviene y lo que no les conviene, capaces de protegerse solos, y que si son suficientemente responsables para decidir quién les gobierna, cómo no van a ser responsables para escoger qué libro, qué película o qué programa de televisión quieren ver.

En estos momentos hay en el conjunto de la sociedad una alarma por el deterioro de la calidad de la oferta televisiva. No tanto de la calidad en términos técnicos y profesionales, sino en lo que podríamos llamar su calidad ética, su apelación al filón más morboso de la comercialidad, su falta de respeto por la privacidad, su banalidad. Evidentemente esto no afecta ni con mucho a toda la oferta televisiva, pero el porcentaje de emisión que se está dedicando a lo que solemos llamar telebasura --y que deberíamos definir con más precisión-- es creciente. Y preocupante.

ANTE ESTEproblema objetivo de deriva de una parte importante de la programación televisiva, algunos sectores proponen que venga otra vez papá-Estado con su lápiz rojo y empiece a prohibir cosas. Que directamente o a través de los consejos audiovisuales vuelva a decidir por nosotros lo que podemos y lo que no podemos ver. Ciertamente, el auge de la telebasura es un problema. Pero en una sociedad democrática estos problemas no se arreglan como en una guardería, llamando a papá-Estado para que asuma toda la responsabilidad y nos lo solucione, sino acarreando cada uno de nosotros, como adultos, con la que nos corresponde. Si creemos que la telebasura es un problema --y yo creo que lo es-- debemos apelar a la responsabilidad de los espectadores, de los emisores y también naturalmente de los poderes públicos.

La responsabilidad de los espectadores es evidente. Las televisiones no emiten nada que sea de visionado obligatorio. Quien se escandaliza ante un determinado programa tiene un primer recurso infalible, que es no verlo. Ya lo sé: lo que nos escandaliza no es verlo nosotros mismos, sino que puedan verlo otros. Si estos otros son adultos, se les supone también el criterio y la responsabilidad de los adultos. El problema --para mí, el único y verdadero problema-- es si los otros son niños, y a ello volveremos cuando hablemos de las responsabilidades públicas. Pero incluso cuando hablamos de niños las responsabilidades están repartidas.

Un padre se me quejaba de las pésimas enseñanzas que obtenían sus hijos cuando veían Crónicas marcianas. Un programa que no está precisamente en horario infantil. ¿Qué padre deja que sus hijos pequeños vean Crónicas marcianas a medianoche, y luego se queja de que los otros --las televisiones, los poderes públicos-- no cumplen con sus responsabilidades?

Existe una responsabilidad también de los emisores, de las televisiones. La principal de todas, engañar, dar gato por liebre, colar contenidos de telebasura en formatos aparentemente dignos y serios. Si no se engaña, si se explica claramente lo que se ofrece, la responsabilidad de escogerlo o no es del espectador. En un cierto sentido, lo que llamamos autorregulación es esto: que las televisiones tengan un código ético, que tengan unos criterios de programación públicos y notorios, que nos digan antes de empezar qué quieren hacer y por qué. Y el conjunto de la sociedad, pero también los consejos audiovisuales, serán los que digan si cumplen realmente sus compromisos con la audiencia, si los valores que nos dicen que inspiran su programación son los que realmente la inspiran. Autorregularse significa comprometerse públicamente.

PERO ESTAtambién la responsabilidad de los poderes públicos. Decía antes que las dictaduras nos tratan a todos como menores. La democracia debe tratar a los adultos como adultos y a los menores como menores. Por tanto, la función de proteger, también de prohibir, que no se justifica cuando hablamos de adultos que tienen criterio para elegir lo que les conviene, sí que se justifica cuando hablamos de menores.

Los poderes públicos deben establecer con rigor unos horarios de programación infantil y en estos horarios ser extremadamente cuidadosos. Máxima libertad en horarios de adultos. Máximo control en horarios infantiles. Y aquí necesitan, los poderes públicos, la colaboración de todos. De las televisiones, por descontado. También de las familias: de nada sirve un fuerte control de los horarios infantiles si tienes a los niños ante el televisor a medianoche.

Los poderes públicos tienen también otras responsabilidades televisivas. Una, de carácter esencial, velar por el cumplimiento de las leyes y de las reglas del juego. Las leyes que impiden la difamación, la difusión de mentiras, la humillación de las personas. Las reglas del juego que impiden los monopolios, que son los máximos enemigos de la libertad de escoger. Pero los poderes públicos tienen además un instrumento esencial: las televisiones públicas.

La lucha contra la telebasura no pasa por la prohibición, excepto en horarios infantiles. Si alguien quiere ver telebasura, papá-Estado no debe ser quien para impedírselo. Pero se le deben ofrecer alternativas. La función de las televisiones públicas es --entre otras-- completar la oferta. Garantizar que en la oferta esté presente --en términos de lengua, de cultura, pero también de calidad-- incluso aquello que el mercado por él mismo no garantiza.

Si alguien ve telebasura debe ser porque quiere, no porque no puede ver otra cosa. La televisión pública está ahí para garantizar que dentro de la oferta televisiva se den también todo un amplio abanico de producciones que van más allá de los documentales sobre focas árticas y que permiten perfectamente luchas por el liderazgo de audiencia. La solución no es prohibir, sino ofrecer alternativas. La solución no es cargar al Estado toda la responsabilidad, sino la que le corresponde. Y a las televisiones la que les corresponde también. Pero no olvidar nunca que también nosotros, ciudadanos, espectadores, adultos, tenemos responsabilidades televisivas.

*Periodista y escritor