De nuevo una historia terrible ha acontecido estos días. Verónica, una mujer de 30 años, casada y madre de dos hijas, decide poner fin a su vida por que unas imágenes suyas de hace más de 5 años, donde sale practicando sexo mas o menos explícito, han saltado a las redes sociales y se han difundido como la pólvora, no solo por la empresa donde trabajaba (Iveco), sino por todas las redes sociales.

Esta mujer fue víctima de un acto que, para un servidor de ustedes, se puede llamar psicoterrorismo de las redes. Hace unos días era un buen amigo mío, magistrado impoluto, quien era amenazado con sacar unas imágenes suyas, que objetivamente no tenían nada malo, pero en las que se le ve departir amablemente con personas de dudosa reputación. Hace unos dos meses, vino a mi consulta profesional un ejecutivo de una empresa a quien se le pretendía extorsionar con la difusión de unos vídeos, donde se daba a entender que podía estar haciendo doble juego con su empresa y la competencia, pero todo ello sin ninguna prueba y basado en unas imágenes que yo pude ver y que no decían absolutamente nada. Y así, suma y sigue.

Nos ha llamado a la sociedad poderosamente la atención el suicidio de Verónica por la gravedad del resultado, por que era una mujer, por que se divulgaba pérfidamente su intimidad y por que, además, había reincidencia (ya le había pasado algo parecido tiempo atrás). Pero desgraciadamente ni es el único caso, ni será el ultimo. El rumor, la maledicencia, el chantaje, la falacia, la venganza, el contar medias verdades, el sembrar la duda y el no contrastar la información está a la orden del día.

Cualquiera de nosotros hoy recibe, mientras estamos en el baño, por ejemplo, una posible información y si esta nos mola es decir, es agresiva, mordaz y malintencionada, la retuiteamos y la compartimos, en eso que se llaman redes sociales y que se están convirtiendo, en modernos juicios sumarísimos de etapas pretéritas, donde se sentenciaba y condenaba al presunto sin los más elementales derechos y sin posibilidad de defensa justa.

Esta vez el impacto social ha sido feroz. Me atrevo a afirmar que en esta ocasión todos hemos sentido vergüenza y malestar. Unos, los autores directos, por haber cometido un delito aunque difícilmente será perseguible, ya que debe ser la víctima quien lo denuncie. Otros, por haber sido cómplices del asesinato al retuitear la noticia y, como el que no quiere la cosa, reírse de la víctima; otros, por su silencio encubridor y por las risitas y miradas que se clavaban como aguijones en Verónica y que no lo pudo soportar. Y, la inmensa mayoría, por pasar de puntillas por la noticia y quedarnos tan tranquilos con la manida frase: «¡No sé dónde vamos a llegar!».

A esa persona se le ha hecho tanto daño al repetir un acoso que ya se había producido tiempo atrás, que no lo ha podido soportar y se ha suicidado. A otros ciudadanos se les hace daño con la difamación, el insulto gratuito, la descalificación y todo ello y para más inri, amparados y encubiertos los agresores por un anonimato insolente y deleznable.

Para un experto en la salud mental, para un psiquiatra en activo, no importa tanto el que la víctima sea mujer, hombre, menor o anciano. Lo que sí importa y mucho es la deriva que hemos tomado como sociedad, donde todo vale, todo se disculpa y se entiende, todo se acepta y se pacta. Donde no parece haber ya criterios ni valores éticos, donde la mendacidad y la indecencia se toleran hasta cotas nauseabundas, en donde, desgraciadamente, «el fin sí justifica los medios».

*Especialista en Psiquiatría. Presidente de la Sociedad Aragonesa de Psiquiatría Legal y Ciencias Forenses