A los españoles les encantan los colores. Y eso que la mayor parte de su historia ha sido vivida en blanco y negro, más en negro, todo sea dicho.

Hace meses que patriotas catalanes llenan de amarillo los espacios públicos, desde lazos y cintas por todos lados, hasta cruces de madera en playas y plazas.

A la vez, otros ciudadanos catalanes, hartos de semejante despliegue amarillista, se organizan para limpiar por su cuenta -y riesgo- lo que debería ser obligación de las brigadas de los ayuntamientos o del servicio de mantenimiento de carreteras.

Argumentando que se trata de una muestra de «libertad de expresión», los apasionados hooligans de los lazos y las cruces amarillas ocupan espacios que son de todos con símbolos partidistas, ensucian y afean monumentos, calles y paisajes y, como hay mucho plástico de por medio, contaminan su propia tierra, esa misma a la que tanto dicen querer.

Entre tanto se amarillea Cataluña, cada mes de agosto las gentes de Tarazona y de Buñol celebran sendas fiestas en las que el tomate rojo es el protagonista supremo. En la aragonesa ciudad del Moncayo cada 27 de agosto, a las 12 en punto de la mañana, sale el Cipotegato, un personaje arlequinado al que una multitud entregada a la fiesta lanza una lluvia de tomates, siguiendo una tradición de siglos, aunque muy alterada en la segunda mitad del siglo XX.

Cada último miércoles del mes de agosto, en la valenciana Buñol, unas 20.000 personas libran una batalla en la que las armas son 140.000 kilos de tomate, a 7 kilos por combatiente; eso sí, los tomates están muy maduros y es obligatorio aplastarlos con la mano antes de lanzarlos al oponente para evitar causar daños mayores. La tomatina buñolense tiene su origen, al parecer, en una pelea que unos jóvenes libraron lanzándose lechugas, tomates y otras verduras en la plaza del pueblo en 1945. Era la época del hambre; supongo que recogerían la munición después de la lid para prepararse unas ensaladas.

Los españoles son muy aficionados a recuperar viejas tradiciones, de manera que no me extrañaría que cuando se resuelva todo este lío, sea en la dirección que sea, del procés, en la Cataluña del futuro se instaure una fiesta en la que comparsas de pancatalanistas y de panespañolistas, celebren el Día del lazo y la cruz (amarillos por supuesto), con algún tipo de evento festivo. Y es que, como dice el capitán Diego Acuña de Carvajal en la obra teatral de Eduardo Marquina (En Flandes se ha puesto el sol), «España y yo somos así, señora».

*Escritor e historiadorSFlb