Desafección ha sido la palabra descriptiva fetiche en lo político desde que estalló la crisis que ha cambiado nuestras vidas. Un término que llegó para quedarse de la mano de la falta de respuestas válidas de los responsables públicos, supeditados y sacudidos por los vaivenes especulativos de los mercados. De primeras no pareció que ese desapego ciudadano influyera en la legitimidad de la que siempre han presumido los dirigentes: la que da las urnas. La pérdida de confianza que tradicionalmente convierte la decepción en alejamiento, la que se traduce en abstención o en votos en blanco, por ahora no ha influido en el poder real; es más, a menor vigilancia, mayor margen de maniobra.

Tampoco es algo nuevo. Hace tres décadas cundía el término desencanto, que definía esa "distancia entre lo que pudo haber sido y lo que fue" a la que se refería el sociólogo Jesús Ibáñez hablando de la Transición. Pero hay una gran diferencia entre las dos épocas. Entonces la construcción de un Estado de bienestar similar al de nuestros vecinos era algo necesario como parte de un inevitable proceso de modernización (también, por supuesto, impulsado por intereses económicos desde el exterior).

El que tenemos ahora es un estado de demolición de derechos y de deliberada confusión entre lo público y lo privado. Nuestros gobernantes (algunos, funcionarios con puestos en excedencia) han favorecido la privatización de sectores y servicios que nos han debilitado como país, y de paso han recurrido sin rubor y equívocamente a su intimidad para esconder gastos propios con el dinero de todos.

Corrupción, amiguismo y fraude ya no son solo sombras; las sospechas se han hecho definitivamente sólidas ante explicaciones gaseosas cada vez más impropias, dejando a la intemperie rincones oscuros de las instituciones y tiñendo de cinismo una retórica sobre la transparencia que no cuaja. Pero la realidad se ha vuelto contra ellos. Han malgastado la vieja confianza y van camino de pagarlo. Lo que una vez pareció resignación o pasividad ha virado en insatisfacción social que se organiza, exige y se moviliza. Ahora es el pueblo el que tiene claro que está legitimado. Periodista