Debo confesarles que del libro de Aznar sólo he tenido tiempo para leer unas cuantas páginas, de manera que no osaré criticarlo. Está escrito en un estilo que los escritores llamamos blanco , es decir, desprovisto de personalidad. Práctico y funcional como un recetario culinario, pero con recetas para cocinar los comistrajos y guisos suculentos del poder. ¿Lo habrá escrito el ex? Tengo alguna duda. En cualquier caso, colega, felicidades por el éxito en tu firma, y a preparar el siguiente.

El libro que sí he leído con mucho interés, de un tirón, ha sido Los lenguajes del deseo , del prestigioso psiquiatra Enrique Rojas, cuyas Claves para orientarse en el laberinto de las pasiones albergan un variado y rico contenido intelectual, amenizado por una vigorosa argumentación filosófica, tan afecta al psicoanálisis, y por una clara vocación didáctica que hace el texto inteligible y sencillo, apto para todos.

Al deseo, en efecto, dedica Rojas sus primeros capítulos, estableciendo desde el principio, como un cirujano que va separando con el bisturí las distintas capas de piel y tejido, definiciones precisas de los conceptos que se propone analizar. Entre desear y querer, por ejemplo, observa netas diferencias. El deseo sería más superficial, e inmediato, pero querer realmente algo implica una voluntad más profunda y lejana.

Sin embargo, el deseo hay que educarlo. Y educar, según Rojas, no sería otra cosa que introducirnos en la realidad con amor y conocimiento. El hombre actual, cada vez más perdido, precisa de esa sabia y antigua mezcla de formación e información para combatir los modelos éticos y estéticos que se le proponen desde la publicidad y desde la televisión, cuyo inmenso poder, conductista y seductor, llega a alarmar al psiquiatra, que se refiere, no sin humor, al "síndrome del mando a distancia". "El mando es el chupete del adulto", apostilla.

A la hora de hablar del pensamiento, de las emociones, de los sentimientos, de las ilusiones, del amor o del afecto, el autor se remonta a la Grecia clásica (o, en ocasiones, como cuando quiere ilustrar el origen de la depresión, a las antiguas civilizaciones mesopotámicas). Los epicúreos, los escépticos, o los tres padres del pensamiento moderno -Socrates, Platón, Aristóteles- sentaron los cimientos de los grandes conceptos, sobre los que todavía seguimos especulando. El cristianismo depuró el concepto del amor, espiritualizándolo, acercándolo a la renuncia y a la comunión con la divinidad, idea que presidiría la mística (Santa Teresa y San Juan de la Cruz, con Tomás de Aquino, serían las principales referencias). Después, el Renacimiento abrió el campo al amor cortesano, a la pasión, al exceso. Descartes lo resumiría en una frase: "El corazón tiene razones que la razón no entiende". La Ilustración llegaría aún más lejos, como lo demuestra la siguiente afirmación de Diderot, que Rojas considera errónea: "Se dice que el deseo es fruto de la voluntad, pero lo cierto es lo contrario: la voluntad es fruto del deseo". Vendría el romanticismo, con su amor-pasión, su goticismo, sus desdichas, y el siglo XX, cuando los vientos de Eolo escaparon a todo control, y el hombre, más libre e informado que nunca, se encadenó a la banalidad y al narcisismo.

*Escritor y periodista