En estos días se habla mucho de libertad de expresión y de si hay que ponerle límites. Vaya por delante que libertad de expresión absoluta no ha habido nunca. Todos los sistemas han colocado barreras para limitarla. En las dictaduras, simplemente no existe, y en las democracias se ponen baremos en función de diversas circunstancias. Hay países democráticos donde quemar la bandera propia o ciscarse en el jefe del Estado son delitos que se suelen castigar de distintas maneras, y en otros, esas acciones no acarrean ninguna pena.

El capítulo segundo de la Constitución de 1978 consagra los derechos y libertades de los españoles; el artículo 14 señala que «Los españoles son iguales ante la ley», lo que ni se cumple, ni lleva trazas de que vaya a cumplirse en un futuro inmediato; a la vez, el artículo 18 «garantiza el derecho al honor», y el 20.1.a el derecho a «expresar libremente ideas y opiniones, que en el 20.4 se matiza añadiendo que el límite está en «el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen».

En las últimas dos semanas ha habido en varias ciudades españolas manifestaciones que han acabado de modo violento, con la quema de contenedores, destrozos en el mobiliario urbano y saqueos y robos en tiendas y negocios.

El desencadenante de estas acciones ha sido el ingreso en prisión de un presunto artista que ha cometido diversos delitos tipificados en el Código penal. Algunos defensores del delincuente han reclamado su derecho a la «libertad de expresión», fórmula que con esas precisas palabras no recoge la Constitución.

Y aquí se asienta el debate. ¿Hasta dónde y con qué términos puede alguien expresarse sin conculcar la ley? El vicepresidente segundo del Gobierno ha planteado la necesidad de aplicar «criterios de calidad democrática» (que son los suyos, claro, los fetén) y ejercer «un control democrático de los medios de comunicación» (el control gubernamental, por supuesto). Si esta barbaridad se llevara ala legislación, y en eso andan algunos ministros, el recorte de libertades serían brutal, y lo postulan quienes, pásmense, dicen defender esa libertad.

En cualquier caso, y con semejantes contradicciones y contrasentidos aparte, nadie debería ir a la cárcel por expresas sus ideas, pero de ahí a convertir en icono de la libertad de expresión y llamar «artista» a un tipo sin gracia, ni arte ni talento, hay un trecho demasiado grande.

Al fin, se trata, simplemente, de educación, respeto y decencia, valores de los que la política española anda bastante escasa