Ante la avalancha de basura que está cayendo estos días sobre los próceres de la Patria (del rey emérito, para abajo), tengo el corazón dividido. Por un lado, hay algunos damnificados que me dan lástima; pero por otro, como ciudadana me parece bien conocer los trapos sucios, las miserias y los delitos que han cometido (presuntamente) quienes rigen nuestros destinos. Así debería ser, transparencia total, ejemplaridad absoluta. Sin embargo, me pregunto quién puede resistir un escrutinio constante de su trayectoria (pública y privada) completa. Quién, en definitiva, ha tenido un comportamiento absolutamente intachable durante todos los días de su vida. La guerra sucia contra los que ocupan puestos relevantes está aquí, y para quedarse. Por las portadas estos días sobrevuelan conversaciones inconvenientes, currículos hinchados, reuniones contra natura, amantes varios y algún caso de cleptomanía. Un catálogo de miserias, corruptelas y debilidades humanas en las que casi todos, de una u otra manera, nos veremos reflejados alguna vez. Pero a diferencia de tiempos más sensatos, ahora no sirven los desmentidos ni las aclaraciones; ya solo cuenta el primer titular. Así no hay forma de contar la verdad, de limpiar una reputación, de saber qué es verdad y qué es mentira. Por eso, la diferencia hoy ya no está en quien es inocente y quien miente. La diferencia, hoy, está en quien dimite por vergüenza torera y quien sigue adelante con soltura y con alegría. Porque hay votantes que lo perdonan todo, y eso ciertos políticos lo saben muy bien.

*Periodista