Día del libro, de ensueño, de magia. El libro, una vez más, sale a la calle y se acerca a un lector convencido de que en sus páginas, vestida de imaginación y ficción, encontrará la verdad. Alguna verdad, al menos. Y una vez más, entre las casetas circulan las mismas historias, plagadas de recelo y turbación. Muchos dicen haber visto al dragón, ese monstruo que devora autores y se alimenta de letra impresa. ¿Qué va a ser del libro?, se lamentan, mientras levantan su índice acusador para señalar mil y un enemigos, la mayoría acicalados con fulgor electrónico.

Acabamos de perder a un gran maestro, que no preciso cien años para escribir una de las mejores obras de la pasada centuria, que recibió muchas cartas a lo largo de su vida y cuya muerte nadie nos anunció. Una figura cuyo excelso buen hacer literario me ha llevado a pensar que las amenazas al libro no provienen tanto de pantallas y artilugios que merman el tiempo de lectura, sino de la mala literatura, esa que adora a ídolos de oro y solo persigue el éxito fácil y rápido, aunque para ello haya de pagar un precio exorbitado renunciando a la excelencia. ¿Para qué molestarse en el buen hacer, si eso ya no está de moda?, alegan los impostores de la literatura, quizá para enmascarar su propia incapacidad como escritores. Pienso que sobra tanto charlatán a quien no importa sino vender, vender y vender; tanto sofista que domina el arte del engaño, duerme orgulloso sobre la falacia y jamás pierde el tiempo labrando la palabra con un delicado cincel. Contemplo cómo se visten de luces las banalidades más supinas hasta que relumbran bajo el neón. Sí, puede que sí: el libro está herido. ¿Quién lo salvará de la plaga de la necedad? Escritora