Hace poco leí con asombro que unas sesenta librerías catalanas querían dejar de pagar a sus distribuidores, debido a la grave crisis originada por la pandemia. Al cierre obligado de los negocios, al ERTE y a la reclamación de ayudas públicas urgentes, seguiría no pagar el balance navideño y del primer mes del año, lo que perjudicaría a las demás piezas de la cadena del libro: editoriales, imprentas, diseñadores y, entre otras, autores. No me pareció muy solidaria la idea, porque significaba aliviar un poco su situación y aumentar la crisis a los demás. El libro es un sector interdependiente. Las librerías no generan solas esa cultura. Y si van por libre en la búsqueda de soluciones, el libro tendrá un serio problema.

Ocurre lo mismo con las grandes editoriales. Mientras el sector echa el cierre, las multinacionales ofrecen descargas gratis de sus libros y una notable rebaja de sus productos digitales. La excusa es hacer más soportable el confinamiento de la gente, pero con un claro sentido comercial y de márketing. La solidaridad se puede demostrar con donaciones económicas, como hacen otros, pero quienes aman la lectura no necesitan que se abarate el libro. No es solo mi impresión, sino la de expertos que ya aprendieron la lección en la crisis económica que empezó en el 2008.

Editoriales, librerías, autores y demás piezas de la cadena están condenadas a despeñarse si no encuentran juntas fórmulas para afrontar la amenaza de la digitalización integral -puerta directa a la piratería- y otros factores externos de riesgo. Si no existe esa unidad, con fórmulas imaginativas para salir adelante, quizás el libro como vehículo cultural ha entonado ya, sin enterarnos, su canto del cisne.

*Editor y escritor