La corrección política empieza a ser la inquisición de nuestro tiempo trufada de una viralidad en las redes sociales que, por el eco mediático, se convierte en un tema casi nacional.

En este país se persigue a tuiteros que se desmarcan del mensaje más correcto, se censuran frases de canciones convertidas en hits hace décadas por ser insensibles con un colectivo o se deteriora cualquier conversación con calificativos que insultan al que discrepa.

La corrección política nos invade a un ritmo inesperado, y con ello la libertad de expresión se amordaza tanto por la autocensura como por la postcensura pública. O piensas como la mayoría o estás cerca de rozar la hoguera.

El debate actual se centra en Zaragoza: dos libros marcan una polémica estéril por los argumentos que censuran en función de su tinte ideológico. Por un lado, un libro de Cristina Seguí titulado Manual para defenderte de una feminazi; y por el otro, un libro de un exdiputado de Podemos sobre Cómo combatir a la extrema derecha de Vox.

La presentación de ambos libros está siendo criticada, perseguida o dilapidada por su contenido político. En un inicio, por presentarse en un espacio público. Tanto la izquierda veta el libro de Seguí como la derecha el libro contra Vox. Y esto es demencial.

El debate abierto dentro de los cauces del respeto a los derechos humanos o a la democracia no puede ser más legitimo. Y debería unir a todos los partidos políticos. Su censura automática por dar argumentos en contra de un colectivo o identidad es un retroceso que nos acerca más al nuevo fascismo: no se debe criticar lo políticamente correcto.

Si la inconcreción es que no debe debatirse de política en un espacio municipal, por su supuesta neutralidad, el ayuntamiento debe recoger los condicionantes en un reglamento municipal inexistente.

La experiencia del pasado, con ZeC amparando referendums por la independencia catalana o dando cobijo a exterroristas del GRAPO en edificios municipales, debería haber sido suficiente para activarlo. Sin embargo, lo sucedido en Zaragoza es la anécdota.

El deterioro del debate público es tan pueril que hasta los insultos fascista, machista, feminazi o progre se han convertido en argumentos que inhabilitan al que discrepa.

Cada vez en España se defiende más la censura de lo incorrecto para avanzar a una mentalidad única que rechazará la discrepancia a lo establecido.