Se le ha llamado eufemísticamente el oficio más antiguo del mundo. Un modo condescendiente de denominar una historia de explotación, denigración y estigmatización que consolida los estereotipos machistas. No hay consenso político sobre cómo abordar el tema de la prostitución. Tampoco el feminismo ofrece una voz unánime sobre el tema. Abolición o regulación son los dos polos de discusión. Ambas posturas condenan el proxenetismo y la explotación, exigen medidas para combatirlas y observan la prostitución como sinónimo de desigualdad, pero el punto del conflicto es si se considera a las personas que se dedican a ella, mujeres en su mayoría, como trabajadoras del sexo y, por tanto, se les protege con derechos laborales.

La falta de consenso político favorece el auge del pago por sexo, también la permisividad social. Ambas han convertido España en uno de los países líderes en el consumo de la prostitución. Algunos estudios la sitúan en el tercer lugar del podio de la explotación, solo por detrás de Tailandia y Puerto Rico. No hay investigaciones a fondo que corroboren los datos, pero tanto las instituciones como los especialistas coinciden en considerar España como uno de los países en donde más se ha desarrollado la industria del sexo. Un negocio que, según el INE, representa el 3% del PIB y que la Fiscalía considera que mueve más de cinco millones de euros al día.

Ante la magnitud de las cifras es fácil intuir los intereses que se mueven en torno a una actividad, mayormente delictiva, que se beneficia de un exceso de tolerancia social. Una permisividad que bebe de múltiples factores. Desde un machismo aún predominante que contempla a la mujer como objeto o la imagen edulcorada e interesada de la prostituta feliz frente a la realidad de un oficio hincado en la esclavitud, hasta el consumo juvenil de la pornografía que funciona como elemento de (des)educación afectiva y sexual. La prostitución es la única vía que tienen muchas mujeres para subsistir. Para construir una alternativa es necesario conocer el verdadero alcance del problema, llegar a un consenso político, implicar a toda la sociedad e invertir en educación e igualdad. Una sociedad que quiere la libertad, la equidad y la dignidad para toda su ciudadanía es incompatible con una práctica que somete los cuerpos de las mujeres.