Con bastante frecuencia pero a lo mejor no lo suficiente o no en los lugares adecuados se dice que nacionalismo e izquierda son términos incompatibles. Si se parte de la idea de que la izquierda quiere reducir o eliminar la desigualdad, desde luego es incompatible con mantener privilegios que el nacionalismo lleva implícita y, aprovecha, explícitamente. Pero si nos limitamos a considerar que simplemente son conceptos antagónicos y nos cruzamos de brazos y lo consentimos, el nacionalismo es algo peor. El nacionalismo es una manifestación de la desigualdad a desenmascarar, no a contemporizar, porque va mucho más allá del aprovechamiento y abuso de una situación inmerecida.

Los últimos fusilados del franquismo en 1975 fueron 2 miembros de ETA y 3 del FRAP, una organización de ámbito estatal. Hubo grandes movilizaciones, nacional e internacionalmente, pidiendo la anulación de esas sentencias. Los panfletos y carteles denunciando la represión de estos cinco antifranquistas eran masivos en universidades y centros de trabajo. Mi sorpresa llegó cuando los carteles y panfletos en el País Vasco, mayoritariamente, sólo se referían a los dos militantes etarras y se ignoraba a los otros tres, por ser españoles, se supone. Ni siquiera una gran oleada de protestas de gobiernos de todo el mundo (México propuso expulsar a España de la ONU), incluso del Papa de entonces pidiendo clemencia, producía en la burbuja nacionalista un sentimiento no ya de izquierda, si no meramente democrático, de solidaridad antifranquista o humanitario al menos. La abducción nacionalista del mundo real les situaba en una esfera estratosférica. Seguramente psicólogos y psiquiatras pondrán nombre a estas patologías.

Llevado al caso catalán actual es el de cómo conseguir que ese mundo aterrice en la realidad. Se trata de una visión que ha contado con los apoyos de sectores de la izquierda, que tradicionalmente ha puesto los presos y los muertos para que hubiera autonomía y luego los votos para que el nacionalismo ocupara el poder. Esta izquierda, tonta, reaccionaria en el fondo, agita los árboles para que el nacionalismo coja las nueces como lo hemos oído muchas veces. Algún estudio hay que señala que mientras los apellidos más comunes en País Vasco y Cataluña son castellanos, las clases dirigentes tienen apellidos catalanes o vascos en una proporción muy superior. En este contexto, el nacionalismo está muy cómodo y se dedica a practicar y disfrutar de la insolidaridad y a sacar pecho. Así, si preguntas si hay fractura social en Cataluña, los nacionalistas dicen que no, que de dónde hemos sacado esas ideas. Lo mismo que en el franquismo: los franquistas, no veían fractura social ni los problemas, represión y limitaciones que los demócratas tenían y padecían.

Otra idea equivocada de la izquierda respecto al nacionalismo es que sólo el dialogo puede llegar a dar solución a los conflictos. Esto es como las campañas de la DGT para evitar accidentes o la de Hacienda para pagar impuestos. Si no hay una administración que gestiona y un régimen de sanciones a aplicar, los efectos de las campañas son limitadísimos, por no decir nulos. O sea, dialogar sin cumplir la ley, no sirve para alcanzar acuerdos y solucionar conflictos. Y aquí viene otra mentira del nacionalismo que sectores de la izquierda reaccionaria también la alimentan: si hay sanciones, si hay cárcel para los nacionalistas que incumplen la ley, crece el separatismo y el problema se agrava. Todo lo contrario y lo vimos con los batasunos. Las sanciones ante el incumplimiento de la ley tienen una función pedagógica, hacen que el individuo recapacite, valore y evalúe su actuación en relación al mundo real, no al mundo virtual y fantástico. Esa izquierda que sólo habla del diálogo, que ignora la ley y su respeto, que dice que en la España actual hay presos políticos, se hace cómplice del separatismo y prolonga el conflicto y lo alienta. Las sanciones ante el quebrantamiento de una ley, además de su función reparadora, tienen principalmente una función pedagógica. En un estado de derecho no persiguen la venganza, ni escarmentar ni ejemplarizar sino que sitúan a la persona en igualdad de condiciones y le exigen el mismo comportamiento que supone respeto hacia la propia comunidad. Bajar de la burbuja cuando se ha estado viviendo mucho tiempo en un mundo ficticio no se consigue en poco tiempo y sólo con palabras y buenas intenciones. Ambas cosas son necesarias pero no suficientes.

*Universidad de Zaragoza.