Este tiempo, dominado por el uso de internet y de las redes sociales, está siendo utilizado por personajillos que se esconden detrás de un seudónimo para insultar a todas las personas que no piensan como ellos. Cuando actúan escondiéndose detrás del anonimato, resulta muy difícil, por no decir imposible, no ya denunciarlos ante los tribunales de justicia, sino ni siquiera poder debatir con ellos cara a cara. Otras veces, como sucede en los escraches, actúan a pecho descubierto, lo cual permite llevarlos ante los jueces. Cuando son ellos quienes hacen el escrache lo justifican argumentando que es el jarabe democrático que cualquier personaje público tiene que tomar por el hecho de serlo. Sin embargo, cuando han conseguido el poder y son ellos los escrachados utilizan a los miembros de la fuerza pública para impedirlo, o a los fiscales amigos para castigar a los que se atreven a protestar en la puerta de sus casas. En cualquier caso, su defensa consiste en ampararse en el sacrosanto valor democrático de la libertad de expresión, basada en la ley del embudo (lo ancho para mí y lo estrecho para ti). Ese paraguas de la libertad de expresión es igualmente empleado para justificar la quema de banderas, de retratos del jefe del estado, o de los símbolos religiosos.

Unamuno , en un ensayo publicado en 1905, calificó esa infame actitud de ramplonería, entendida como la forma de expresarse de quienes huyen del debate de las ideas. Según dicho autor, a las personas ramplonas y cobardes solo les interesa la opinión de sus líderes y de los caudillos que les dan órdenes. Su mayor diversión es asesinar a traición a quienes son críticos con los que mandan en cada momento histórico. Esta forma de entender la libertad de expresión, según el autor de ese ensayo, es propia de los pueblos de mendigos, cuyo único objetivo es el robo de la honra personal y profesional de quienes no son los suyos. Es cierto que Unamuno se refería a un peculiar modo de entender la crítica literaria, pero resulta evidente que sus críticas son aplicables a estos nuevos inquisidores que se esconden en el anonimato, brujuleando en las redes sociales y que se aprovechan de la presión social a que se ven sometidos los responsables de los medios de comunicación para evitar ser tachados de «fachas». Ese miedo es también el responsable de la autocensura a que se ven sometidos muchos colaboradores de las páginas de opinión.

Tengo la costumbre de leer todos los comentarios que se publican debajo de los artículos de opinión que consulto en los diarios digitales que cada día leo. Esa costumbre me ha permitido comprobar que en la mayoría de los casos los comentaristas se esconden detrás de algún seudónimo, lo cual a mí me sorprende bastante. Pero lo que me deja absolutamente perplejo es que una buena parte de quienes no desean identificarse son personas cuyos comentarios siempre van en contra de la ideología que asignan gratuitamente a los articulistas. Es decir, nunca se refieren al contenido de los artículos, sino que tienen por objeto denigrar la vida personal o profesional de sus autores. Unas veces estos inquisidores anónimos se dedican a criticar lo que ellos dicen que hizo o dejó de hacer el articulista en épocas pretéritas. En otras ocasiones, la crítica que suelen hacerles es que escriben al dictado de un determinado partido político (por supuesto, siempre es el contrario al que esos anónimos comentaristas están vinculados). Otros comentarios de estos profesionales del anonimato se caracterizan por poner a parir a los articulistas por cumplir el deber que, según Camus , tiene todo intelectual honesto: rechazar las imposiciones propias del totalitarismo y criticar las acciones de los políticos que en cada momento histórico detentan el poder.

No es mi intención dar lecciones a nadie sobre lo que es y sobre lo que no es libertad de expresión, no solo porque no me considero preparado, sino también porque es un constructo que se presta a diversas interpretaciones según sean los ámbitos de aplicación. En este artículo, por razones de espacio, me ceñiré únicamente al ámbito de los comentarios a los artículos de opinión que aparecen en los diarios digitales. Para mí, en la libertad de expresión cabe todo tipo de discrepancia (desde la ideológica hasta la metodológica y la emocional). Lo único que no cabe es el insulto cuyo objetivo sea minar la dignidad personal, intelectual y profesional de la persona criticada, sin aportar datos que, de acuerdo con el criterio científico por antonomasia descrito por Popper (la falsación), permitan demostrar la veracidad de la crítica o la maledicencia de la persona insultante. Solo si el insulto está basado en datos susceptibles de ser comprobados empíricamente, entiendo que podría quedar amparado por el principio de la libertad de expresión. Y aun así, siempre y cuando el insultador se identifique públicamente con su verdadero nombre y apellidos. Por el contrario, cuando una persona insulta y critica escondida detrás del muro del anonimato, considero que no debería tener el amparo de ningún director, o directora, de un medio de comunicación. Por eso, me resulta sorprendente que no se le exijan los mismos requisitos que a los lectores cuando envían cartas a la dirección en la prensa en formato papel. H