La anécdota es verídica y explica en pocas palabras, de cuántas cosas depende nuestro destino. Ernest Junger, intelectual y militar alemán, sin que lo uno fuera incompatible con lo otro, explica en su libro Radiaciones, que hablando en el frente con un capitán, éste le contó que había pisado inadvertidamente, una mina y que al instante, se arrojó al suelo, sin que fuera alcanzado por la explosión. Y aquel capitán, hombre puntilloso, añadía una explicación: "-eso fue porque la mina no se colocó según mis instrucciones".

Aunque imagino que si el capitán no quiso reprender al instalador de la mina, es seguro que fue porque aquel día comprendió que no siempre es bueno obedecer estrictamente las órdenes recibidas, como hizo, por descuido, el autor de la negligencia. Esa reacción del capitán habría hecho mucha gracia a un viejo prusiano, comentaba Junger.

Otro reconocido amante de la obediencia, escribió que necesitábamos mucho de ella, porque la sociedad que componemos todos no podía ser como una nube de mosquitos, feroces y alocados, moviéndose en el viento, según su humor e interés; la sociedad humana, exigía siempre del orden y de esa jerarquía que dota de tantas posibilidades a nuestra especie.

Estos días pasados, ha vuelto a ser de actualidad, la historia del teniente japonés Hiroo Onoda, que cuando el ejército nipón se retiraba de Filipinas en la II GM, recibió la orden de quedarse: "volveremos por vosotros, quedaros y luchar los años que hagan falta". Y eso hizo Onoda, incluso después de perder a los tres o cuatro soldados que le acompañaban; durante 29 años, luchó convencido de que la guerra continuaba. Así se lo ordenaron y así lo hizo, sin vacilaciones. Además, no podía aceptar que Japón perdiese guerra alguna.

Aquel obediente oficial que sólo se rindió cuando en marzo de 1974 tuvo que ir a ordenárselo el que había sido su comandante, ha muerto ahora, pasados los noventa años. Aquella heroica permanencia siempre la explicó así: "yo era un oficial y recibí una orden; hubiera sido vergonzoso, desobedecerla". Tras concluir tan dilatado servicio castrense, el Gobierno le abonó como era plausible, los veintinueve años de haberes que había devengado y le distinguió entonces y ahora, con justos honores.

La historia del teniente Onoda guarda cierto paralelismo con "los últimos de Filipinas", heroico episodio filmado con ese título en el cine español; una treintena de soldados españoles, sin contar los que cayeron, faltos de comunicación con el mando superior, rechazó que España hubiera capitulado y se mantuvo sitiado, en el modesto y vulnerable Fuerte de Baler, en realidad, una iglesia.

Durante 337 días, resistieron el asedio y a falta de noticias oficiales, no podían creer que la guerra hubiera acabado hacía meses; desconfiaban hasta de las noticias de prensa que recibían de los propios sitiadores para que se convenciesen de la realidad. Pero una información de la Gaceta Oficial española no podía ser un engaño; decía que el teniente de Infantería Francisco Díaz Navarro iba destinado a Málaga; el "Teniente Comandante" del Destacamento de Baler, Martín Cerezo, muy amigo de aquel otro, sabía que Díaz Navarro pretendía tal destino; "esto, se dijo, tiene que ser verdad". La paz no era una treta. La capitulación que propuso ,Martín Cerezo, fue aceptada caballerosamente por los tagalos, que acompañarían a los vencidos hasta "donde quedaran fuerzas españolas o lugar seguro para incorporarse a ellas".

Cuando se estrenó la película, la gente se emocionaba y puesta en pie, aplaudía conmovida creyendo tener al lado, a aquellos pobres fantasmas hambrientos que salieron del Fuerte desfilando, derrotados pero honrados por sus propios vencedores que, en noble formación, les presentaban armas.

Entre los treinta y tres que volvieron, figuraba el aragonés de Mallén, Santos González, que tras haberse batido en guerras coloniales, fue baja definitiva triste y paradójicamente, en los inicios de nuestra guerra civil, esa que perdimos todos. En Mallén, un monumento recuerda su memoria.

Aunque las guerras no suelen hacerse por sufragio y aunque para mandar bien hace falta aprende antes a obedecer, ¡benditas las distracciones que salven vidas, como aquella del soldado alemán que puso mal una mina!