El alboroto surgido del regateo que se ha llevado a cabo estos días en el bazar al que el presidente Sánchez ha reducido a España -poniendo todas las fichas sobre el tablero en busca de una posición de ventaja-, ha provocado que el final del juicio oral a los líderes independentistas haya quedado en un segundo plano. Y es una lástima, porque la esperada sentencia, como han apuntado los acusados, va a tener un papel fundamental en la política española de los próximos años. No por casualidad, los reos centraron sus alegatos en la reivindicación de una «solución política» similar a la que defendían en su día los miembros de ETA: suspensión del imperio de la Ley y negación del Estado de derecho como condición para una paz y una convivencia cimentadas en el sometimiento de la mitad de la población. Aunque pudiera parecer descabellado, este objetivo es el que ha estado siempre sobre el tablero, como revelan actas de las conversaciones celebradas bajo la presidencia de Zapatero. En ellas, Navarra se añadía al País Vasco y Cataluña en el envite de un proyecto inasequible al desaliento («Ho tornarem a fer», Torra dixit).

Después de cuatro meses de vistas y un desfile de testigos diseñado para llenar minutos de televisión, las palabras de los líderes independentistas han vuelto a poner el foco en la cuestión fundamental que se dirimía en el juicio: qué respuesta va a dar el Estado frente a quienes pretendieron derribarlo desde dentro, apoyados en una legitimidad democrática indisociable del régimen político vigente y haciendo uso del poder que en virtud de la misma les había sido conferido. ¿Contra qué autoridad podían alzarse los acusados para derribar al Estado en Cataluña, cuando ellos representaban a esa autoridad y a ese Estado? En torno a este nudo gordiano, el tribunal deberá dirimir si concurrió o no el uso de la violencia necesaria para imputarles el delito de rebelión o, por contra, rebajará las condenas a las previstas por los cargos de desobediencia y malversación, como sucedió tras la celebración del 9-N. No cabe la menor duda de que los magistrados -y especialmente el presidente de la sala, Manuel Marchena- son perfectamente conscientes de que este precedente jurídico delimitará los límites de la querella en el futuro, restringiendo más o menos la cantidad de violencia aceptable en las estrategias políticas. En realidad, el plan secesionista había planteado este mismo dilema invertido: ¿cuánta violencia puede permitirse el Estado para sobrevivir sin deslegitimarse?

Solo escuchando las melifluas palabras de Oriol Junqueras, citando a Petrarca y sus años de liceo italiano, puede columbrarse la doblez de quienes colocaron a miles de personas ante las fuerzas del orden con la esperanza de que fueran golpeadas, sin importar que entre ellas pudieran contarse niños y ancianos. Ese era el peaje para alcanzar una libertad que enfrentaba a una mitad de la sociedad con la otra, reducida a una condición subalterna tras las ignominiosas sesiones de los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament. Sin duda, la búsqueda del bien y la bondad a las que hacía referencia el que fuera vicepresidente del Govern durante esas horas, junto a su condición de cristiano, hubieran sido mucho menos dañinas para el pueblo catalán en forma de intrigas vaticanas. Más explícito fue el activista Jordi Cuixart, que esgrimió orgulloso una supuesta condición de «preso político» que le concede un altavoz privilegiado para seguir defendiendo sus planteamientos. «No me arrepiento de nada», aseguró ante un tribunal que ha esgrimido el riesgo de reiteración en el delito como uno de los puntales de la prisión preventiva.

Para muchas personas influyentes, una condena con penas de prisión elevadas supondría un obstáculo insalvable para reconducir la situación en Cataluña. Tal y como han venido haciendo los dirigentes independentistas, quienes así se expresan van en contra de una separación de poderes intrínseca al Estado de derecho. Pero lo que en unos es consecuencia de una deficiente concepción de la democracia -no hay más que leer las leyes de desconexión y del referéndum- en otros es una forma de voluntarismo que puede llevar al conjunto del país a una situación insostenible. Sea cual sea el fallo, los políticos y dirigentes encausados debían ser conscientes de las responsabilidades en las que incurrían cuando tomaron sus decisiones, así como de las implicaciones para sus familiares y amigos. El deber del futuro gobierno que administre políticamente la sentencia es acatarla, tanto en su contenido como en su espíritu, so riesgo de trasladar al conjunto de la sociedad la imagen de una Justicia humillada y prostituida.

Bajo la espada de Damocles de la sentencia, el presidente del Gobierno proseguirá durante los próximos días con las negociaciones para sacar adelante su investidura. Y, a la luz de lo sucedido, puede acabar uniendo de nuevo su suerte a la de los independentistas. Ahora bien, el riesgo de esta operación no se circunscribe a la presidencia, sino que debilitaría al conjunto de las instituciones. Pese a ello, ni el PP ni Cs parecen dispuestos a remediarlo.

*Periodista