Es probable que sea la primera vez que un hombre solo, sin un programa, con el único equipaje de cambios de actitud formal, y de cuyo equipo apenas se conoce el nombre de tres o cuatro personas, y no muy relevantes, consiga la victoria sobre un partido que está en el Gobierno y que ha llevado al país a altas cotas de prosperidad. Me imagino que, a estas horas, en lugar de llamar a los Arriolas que aseguraban que el partido se ganaba sin bajar del autobús, algunos conspicuos miembros del PP llamen al psiquiatra, pero podrían ahorrar la consulta, si reflexionaran sobre el daño que la displicencia suele causar entre el electorado.

El cartero ofendido por la displicencia siempre llama varias veces, sobre todo si no observa propósito de enmienda, y ya visitó Madrid con un aviso que la incompetencia y el transfuguismo del PSOE dilapidó en unas segundas elecciones. Algunos dirigentes del PP tomaron el éxito de las segundas elecciones madrileñas como una bula concedida in aeternum , y la displicencia aumentó.

No cabe duda de que existían razones para la autocomplacencia, sobre todo en el terreno económico, pero se olvidó enseguida que quienes ejercen el poder deben dar constantes muestras de humildad para hacerse perdonar precisamente eso: que ejercen el poder. Y que el control de los medios de comunicación gubernamentales, llamados caritativamente públicos, no garantizan nada.

No se lo garantizó a la UCD, no se lo garantizó al PSOE de Felipe González, no se lo ha garantizado al PP de Mariano Rajoy, y no se lo garantizará al PSOE de Rodríguez Zapatero, si un día el pueblo decide retirarle su confianza de la misma manera que se la concedió el pasado domingo. Y es que la voluntad de una sociedad fluida, moderna, con múltiples fuentes informativas, no se conquista con el control de las televisiones sino, además del buen hacer, con la renuncia a la displicencia.

*Escritor y periodista