Tuve la oportunidad de entrar en un tratamiento experimental que intentaba atajar el cáncer de pulmón combinando la quimioterapia y la inmunoterapia. Me entregaron un smartphone, que yo pasé a llamar el móvil del cáncer. Sonaba todos los lunes a las doce de la mañana. No es que me llamara nadie; me exhortaba a conectarme y hacer un test en el que evaluaba cómo me encontraba respecto a la semana anterior. Era un examen que cada siete días me hacía a mí mismo para ver qué tal estaba, mejor o peor. No siempre era fácil contestar. Las variaciones eran sutiles, para bien o para mal. Además de una prueba, era una suerte de recordatorio. El aparato emitía su cantinela al mediodía y me decía que tenía cáncer. Ese tratamiento dejó de funcionar, y comencé otro que por suerte, de momento, marcha bien. Con el cambio de fármacos tuve que devolver el móvil. Se lo entregué con cierta pena a Pilar, mi enfermera de cabecera. La llamada de los lunes ha pasado a la historia. Solo las dos pastillas diarias, mis visitas mensuales al oncólogo y el TAC me recuerdan que estoy enfermo. Pero me encuentro tan bien que a veces se me olvida la suerte que tengo de seguir disfrutando de la vida y de hacerlo en plenas facultades. A veces necesito parar y recordar el invierno: las sesiones de quimio, el ruido en el pecho y la furia del sufrimiento y el miedo. Solo así logro valorar como merece la suerte que tengo. No estoy curado; me lo dijo el otro día mi médico, Ángel Artal. Y sin embargo, no puedo dejar de sentirme afortunado.H

*Periodista