Me encontraba en casa tumbado a la bartola, rascándome una oreja y leyendo un libro cuando sonó el teléfono fijo. Eran las tres menos cinco de la tarde; el sol todavía se colaba por el balcón. Dejé de rascarme la oreja, dejé el libro sobre el sofá y me levanté con desgana hacia el estridente teléfono. «¿Sí?», respondí mecánicamente. «¡Sal, sal ahora mismo!», gritó una voz, «¡Corre!». «¿Qué?», atiné a decir, sorprendido. «¡Que salgas, joder! ¡Va a explotar todo, la casa!», continuó alarmantemente. «¿Cómo...?», barboteé, sintiéndome perdido como en un sueño ajeno. «¡Deja el teléfono y sal echando leches de ahí!». «Eh..., creo que se ha equivocado de número...», dije intentando tranquilizar al histérico que llamaba (y tal vez también a mí mismo). «¡No me he equivocado! ¡Va a haber un escape de gas en el piso que está encima del tuyo! ¡Sal! ¡Sal ahora mismo o será demasiado tarde! ¡No tienes ni un minuto! ¡Hazme caso! ¡Corre! ¡Sal del edificio! ¡Ya!», gritó perentoriamente. «Pero...», atajé de forma débil. «¡Tienes que creerme! ¡Tienes que confiar en mí!», continuó chillando. El caso es que me sonaba la voz... Sí. Me era conocida. Mucho. «¡Tienes que salir! ¡Sal o morirás!», amenazó. Joder. Solté el teléfono, corrí hasta la puerta, la abrí de un tirón y bajé por las escaleras a toda velocidad hasta llegar a la calle. Y entonces escuché la explosión. Como una bomba. Como una puta bomba. Caí al suelo y medio edificio se vino abajo.

Tal y como me habían dicho, mi piso fue sepultado por el de arriba, causante del escape. Si no me hubieran avisado... Sí, habría muerto. De no haber reconocido la voz, habría muerto. Sin embargo, no entendía lo que había sucedido. No había manera de entenderlo. La voz. Claro que me era conocida. Era la mía.