Llevo una semana o dos intentando no escribir nada sobre estas fechas (tan señaladas), pero esta tarde, cuando saqué al perro, me detuve a hablar con un vecino que pasea el suyo a la misma hora. Me contó que a su mastín le están administrando una medicina para el corazón que provoca efectos secundarios de carácter diurético.

-Es una lata, añadió, ahora pide salir cuatro veces al día.

Me sorprendió la aparición súbita de esta palabra, diurético, porque mi madre, a la que se le hinchaban las piernas, ingería unas cápsulas de un fármaco que contenía acetozolamida, un producto para eliminar líquidos.

Acetozolamida.

No he olvidado, pese a su rareza, ese nombre descubierto en un prospecto farmacéutico. Aquellas dos palabras, diurético y acetozolamida, trajeron a mi memoria imágenes navideñas de la infancia y comprendí por qué la Navidad provoca tristeza en mucha gente. Tristeza que se disimula bajo cantidades ingentes de alcohol y de comida, cuando no de panderetas y disfraces, etcétera.

El día era plomizo y gris. Estábamos a cuatro grados de temperatura, pero empecé a sudar debajo del chaquetón.

-El problema, añadió mi vecino, es que al hacer tanto pis se deshidrata y le pica todo el cuerpo. Se pasa el día rascándose y se hace heridas. Total, que hemos de aplicarle debajo del pelo una crema carísima.

-¿Cuántos años tiene?, pregunté.

-Ocho, todavía es joven.

-Se curará pronto, le animé.

Volví a casa bajo el peso del diurético, de la acetozolamida, del recuerdo de las piernas hinchadas de mi madre y de la sopa de menudillos que tomábamos de primer plato en Nochebuena. El perro tiraba de mí y de vez en cuando se detenía a mirarme con preocupación, como preguntando si me pasaba algo.

-Tienes suerte de no medicarte, le dije, a lo que respondió con un movimiento de la cabeza que podría pasar por un asentimiento.

Entré con cuidado, para que no me oyera mi mujer, quité la correa al perro, la colgué de su gancho y me fui a llorar al cuarto de baño.