Un sorprendente bólido impresionó a media España en la tarde-noche del pasado domingo, 4 de enero, precisamente en el momento que correspondía al máximo de avistamientos de un conjunto de estrellas fugaces conocidas como cuadrántidas y que todos los años nos visitan por estas fechas.

Uno piensa, visto desde el suelo, que los objetos celestes que impactan con nuestro planeta caen desde el cielo. Pero en realidad se trata de un choque entre vehículos en movimiento: la Tierra gira en torno a su eje a una velocidad que en el Ecuador es de casi 2.000 kilómetros por hora, y en nuestras latitudes, de unos 1.000. Pero además se desplaza en torno al Sol, en un año, a una velocidad media algo superior a los 100.000 kilómetros por hora. En ese viaje, la Tierra atraviesa zonas del espacio en las que han quedado restos de otros cuerpos celestes, como los cometas, y por las que además transitan cuerpos rocosos diversos, de tamaños muy variables. Aunque no solemos enterarnos, la colisión del planeta con esta materia extraterrestre nos va literalmente engordando cada año con muchos miles de toneladas de nuevas rocas.

O sea, que lo que ocurrió el día 4 no sólo era de esperar --las estrellas fugaces de las cuadrántidas no faltaron a su cita-- sino que además es frecuente. Si se calcula que el meteorito que chocó contra nosotros pesaba quizá 50 toneladas, y eso parece mucho, compárese con la cifra total anual de materia interplanetaria que nos cae del cielo cada año: del orden de 200.000 toneladas.

PERO, CLARO, ocurre que nuestro planeta está mal bautizado, porque el 70% de su superficie es de agua. Y la mayoría de esa materia extraterrestre cae al mar. O bien en zonas desérticas. Y rara vez nos es dado contemplar una lluvia de estrellas fugaces tan espectaculares e intensas, y en una superficie tan extensa como la del otro día. De hecho, podría ser que aunque el meteorito inicial se desintegrara en mil pedazos, alguno de éstos haya sobrevivido al choque y pueda ser recogido. Así sabremos un poco más de su origen, y lo podremos clasificar en alguna de las categorías de meteoritos que la ciencia conoce (hemos identificado y estudiado más de 20.000 de ellos en todo el mundo).

En todo caso, lo que sí se puede afirmar con rotundidad es que no se trató de la reentrada de los restos de algún satélite artificial. Ni tiene que ver con la broma de los frigolitos del 2000. Entonces, los primeros de ellos --se cuentan con los dedos de una mano, y sobran dedos-- seguramente procedieron de aviones, y todos los demás fueron bromas más o menos ingeniosas propias de la guasa fina del españolito de a pie que no se resigna a quedarse en el anonimato a poco que se le dé cobertura mediática.

Aunque no se encuentren fragmentos de tamaño apreciable del meteorito, la cobertura fotográfica del evento y las declaraciones de miles de testigos van a poder permitir calcular la trayectoria, la velocidad y la posición del cuerpo celeste antes del choque con la Tierra. Y quizá podamos saber con aceptable precisión si procede del cometa que originó los residuos que cada año dan lugar por estas fechas a las cuadrántidas o si, por el contrario, es un fragmento rocoso que procede del cinturón de asteroides existente entre Marte y Júpiter, o desgajado hace tiempo de la Luna o de algún planeta.

EN EL FONDO, cuando sepamos todo eso, quizá ya no tenga el más mínimo interés público, y la información se quede en los archivos de la ciencia. Lo que sí llama la atención es el temor expresado por muchas personas, en el fondo, el mismo que tenía Astérix: que nos caiga el cielo sobre la cabeza. Pero la probabilidad de que nos mate un meteorito de un pedruscazo cósmico es realmente minúscula. Infinitamente menor que la de los accidentes de tráfico.

*Director del Museo de las Ciencias

Príncipe Felipe de Valencia