La Navidad iluminada no debería considerarse un gasto suntuoso ni un artículo de lujo en estos tiempos oscuros donde un poco de luz sirve de alimento al espíritu colectivo y alegra las horas previas a la queda. Pero también resulta razonable que haya quien piense -pensar es ejercicio de obligado cumplimiento para atraer claros al estado permanente de oscuridad- que el dinero que se emplea en la iluminación navideña tendría mejor destino en cubrir las necesidades perentorias sobrevenidas durante el azote de la segunda ola de la pandemia. Todo tiene sus pros y sus contras, su haz y su envés; no se acuñó moneda que registre dos caras, ni vinilo que las discográficas editaran con la misma canción por arriba y por abajo. Seguramente, las que se avecinan serán las Navidades más tristes de la historia de muchas personas, con seres queridos que se han ido, atrapados en las fauces del virus, o encadenadas a la soledad de la UCI.

En un ejercicio de dolorosa responsabilidad, muchos no podremos disfrutar de estas fechas con nuestros padres y hermanos y nos limitaremos a festejar serenamente dentro de la burbuja mínima. Pero si somos coherentes con el esfuerzo realizado por la mayoría hasta ahora, celebrar una Navidad al uso puede acarrear, de nuevo, consecuencias terribles: como aún no estamos saliendo de la pandemia, conviene no salir con la pandemia. Reconozcamos que el virus no tiene piernas, que necesita para moverse de inconscientes que lo trasladen. Podemos además compartir un propósito común para aliviar las pérdidas de los sectores económicos más afectados por los cierres: adquiramos los regalos navideños en el comercio local; encarguemos algunas de las cenas a los restaurantes que sirven a domicilio. ¿Saben cuánto factura Amazon estos días? Once mil dólares por segundo. Pues eso.