Tres años después de los atentados de Barcelona y Cambrils sería ingenuo pensar que la amenaza yihadista se ha desvanecido en nuestro país por el simple hecho de que no se hayan producido nuevas acciones terroristas. Tampoco existen motivos para alentar un alarmismo que sería no solo innecesario sino también contraproducente. La lucha contra el terrorismo exige una gran dosis de prudencia y cautela por parte de todos los actores implicados en su neutralización: desde los responsables políticos hasta los cuerpos y fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia, e incluyendo también a los medios de comunicación que dan cuenta de las informaciones referidas a esta lacra de nuestro tiempo.

La gran paradoja de la lucha policial y de inteligencia contra el terrorismo es que cuando se desarrolla en términos exitosos pasa mayormente desapercibida en la medida que no hay mayor triunfo que desactivar una amenaza cuando esta aún no se ha hecho efectiva. Conseguirlo no es fácil. Resulta muy complicado establecer el momento justo en el que debe desarrollarse una acción policial antiterrorista. Un exceso de rapidez puede comportar endeblez en las pruebas o imposibilidad de acabar con toda una célula y no poder practicar todas las detenciones que hubiese sido necesario. Por el contrario, actuar demasiado tarde puede significar perder la pista de algunos terroristas o, en el peor de los casos, no poder evitar un atentado.

Se trate de lobos solitarios que se radicalizan en sus dormitorios, de células terroristas organizadas -aunque lo estén en fase incipiente-, de excombatientes de la guerra de Siria regresados a Europa o de las nuevas formas de financiación de estos grupúsculos, la lucha antiterrorista exige recursos, profesionalidad y una permanente voluntad de crítica constructiva que permita mejorar constantemente protocolos y mecanismos.

Es ahí donde la política debiera dar lo mejor de sí misma. Aunque, por desgracia, los dos grandes atentados terroristas vividos en España (11-M del 2004 y 17-A del 2017) demostraron que buena parte de nuestros dirigentes no supieron estar a la altura de las circunstancias cuando llegó el peor momento. Deberíamos haber aprendido la lección. A las fuerzas de seguridad y a los servicios de inteligencia deben proporcionárseles los recursos necesarios al tiempo que se les demanda una profesionalidad extrema. A los representantes políticos debe exigírseles un elevado sentido de la lealtad institucional que impida hacer del terrorismo terreno abonado para la politiquería y paranoicas teorías de la conspiración.