Uno de los aspectos positivos que podemos encontrarle a este lunes es que, tras un fin de semana pegado a San Valentín, dejamos atrás las polémicas habituales sobre el tema. Cada año vivo con perplejidad la invasión de corazones celebrativos y la impertinente puesta en evidencia de los que no los soportan. Estos últimos pretenden ser más originales pero al cabo caen en el consabido «San Valentín debe ser todos los días» y horrores similares. Intento entender por qué no nos cansa hablar de ello. Quizá se debe a que, por mucho que busquemos la originalidad -esa superstición del siglo XX-, a las personas nos pasan cosas muy parecidas. Casi todos sabemos lo que es ser razonablemente felices, e incluso hemos sido muy felices en raras ocasiones y todos, sin excepción, somos desgraciados alguna vez. Mal que nos pese reconocerlo, la mayoría de esas sensaciones tienen que ver con las diversas formas de amor o con su ausencia. El amor es el centro de referencia de cada vida y también su horizonte de sucesos. Tiene tiempo para todos, para los pobres, para los locos y hasta para los falsos... excepto para el hombre ocupado, si hemos de hacer caso a John Donne. El mercado, patria de ese hombre ocupado, es práctico, simple y contundente: sabe lo que nos importa y le pone día. Hace caja. Nosotros le damos vueltas con la misma ceguedad de la sangre en nuestras venas mientras dejamos patente en el subtexto de cada una de estas polémicas repetidas las preguntas que tanto gustan a la Humanidad. ¿Qué es el amor? ¿Qué es poesía? Las respuestas cambian en función del talento, hay muy pocas que sirvan y las más de ellas son tiempo, palabras y metáforas perdidas. No te preocupes, me digo, cuando tengas delante alguna de esas cosas, la reconocerás. *Filóloga y escritora